¡Guerra al que perturbó la paz!
Proclamar la paz en estos momentos porque sí,
por sentimentalismo humano o por generosidades
idealistas, es, en mi concepto, incurrir en el
más grande y peligroso de los errores. La
perturbación sangrienta de la paz del mundo, esa
paz de nuestros ensueños por la que tanto laboró
la
Internacional Socialista antes de la guerra,
producto ha sido de la exaltación de unos
ideales guerreristas inoculados y cultivados por
especio de cuarenta y cinco años en el espíritu
y sangre del pueblo alemán, por un partido
brutalmente militar y por un emperador vanidosos
que se ha propuesto ser el supremo rey del
mundo.
Los que quieran entronizar a ese rey y a ese
partido, los que quieran supeditar la razón y el
derecho a la fuerza, los que deseen ver la
civilización bajo las plantas del militarismo,
los que aspiren a un sistema imperialista
matonesco, culón, estos que proclamen muy alto
la paz. Con ello no harán más que ponerse a la
altura de los que son: imperialistas,
militaristas, kaiseristas consumados. Porque no
cabe duda que el propio
Kaiser es el que más ardientemente anhela la
paz en estos momentos, no por la paz misma, no
porque la carnicería de las batallas haya hecho
mella en su corazón ni conmovido su conciencia,
sino porque esa paz significaría el triunfo de
Alemania y por lógica consecuencia la
glorificación del militarismo alemán y de su
guerra.
Para conceder la paz al que provoca una guerra
del carácter y dimensiones como la presente,
cuyos métodos y origen han conmovido y sublevado
la conciencia universal ha de ser a condición de
matar su espíritu guerrero de mutilarle todos
los medios de guerra que puedan servir de
amenaza a la paz futura. Toda propaganda de paz
que no se base en este principio es falsa y
peligrosa.
Más como Alemania no está ni estará nunca
dispuesta a concertar la paz sobre principios de
mutilación o muerte de su sistema militar, única
garantía aceptable para una paz sólida y
verdadera, no habrá más remedio que someterla a
la fuerza, y para someterla a la fuerza, será
preciso que haya guerra, mucha guerra contra
ella. La paz yo no la veo más que en los fusiles
y bayonetas que sabrán vencer a Alemania; y
desdichada de nación que por indiferencia o
cobardía no haya colaborado a esa santa obra de
justicia presente y de humanidad futura. Con su
actitud no solamente retardará la venida de la
tan deseada paz, sino que se hará acreedora a
vivir bajo el yugo de las naciones vencedoras o,
cuando menos, al desprecio absoluto de las
mismas.
Cuando Alemania violó Bélgica todas las naciones
neutrales debieron comprender que se ofendía el
principio de su misma neutralidad y, por
consiguiente, debieron declararse oficialmente
solidarias de aquella desdichada nación, como lo
hizo Inglaterra, De haberlo hecho oportunamente
¿quién duda que la guerra se habría terminado a
los pocos meses de comenzada? Una oficial
declaración de simpatía a favor de su causa, que
es la de la defensa propia, tal vez hubiera
bastado. Al no hacerlo sancionaron el salvajismo
alemán desarrollado brutalmente con los belgas,
sanción que implica conformidad y licitud de un
procedimiento que mañana (y sin derecho a
protesta) puede volverse contra los mismos que
lo han sancionado para Bélgica.
No, yo no quiero la paz sin antes ver aplastada
a Alemania. Que se hunda el mundo y perezca toda
la humanidad si quién la ha escarnecido y
ultrajado con el desencadenamiento de la actual
guerra europea no rinde humillado sus armas ante
sus imperdonables crímenes. Que sus tropas y
zeppelines nos aplasten a todos antes que todos
hayamos de vivir bajo su yugo militar
victorioso.
Si la paz ha de consistir en eso, que haya
guerra hasta el fin del mundo, pues el fin del
mundo representa para mí el triunfo de Alemania,
en la actual contienda.
Núm. 743, 1 de mayo de 1916
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