El terror de hace 50 años

Memoria Civil, núm. 32, Baleares, 10 agosto 1986

Manuel Picó

El único consuelo concebible que nos resta a las personas, de una o otra edad, de unas ideas o de otras, que vivimos la Guerra Española del 36, es el aserto de que fue una guerra patológica. Querámoslo o no, es nuestro único alivio. Para al menos no tener de que avergonzarnos, ya que no se siente vergüenza de los enfermos, y en todo caso llegar a compadecernos.

Tampoco estoy seguro de que pueda hablarse de ella sin tomar partido. Creo que hasta a los más objetivos e imparcialistas historiadores les debe resultar muy difícil, por no decir imposible. Y no es que hacerlo me resulte incómodo, más bien resulta doloroso. El sentimiento, la idea, el error o el odio de cada uno, estaban ahí, inexorables, y eso no puede cambiarse. Después, si una persona se encontraba aquí o allí, si tenia unas ideas u otras, coincidiendo con la zona en que sus ideas prevalecieron, o eran perseguidas, era cuestión de azar.

No era una guerra convencional, anexionista o independentista. No había un enemigo extranjero de quien defenderse -en el peor de los casos- a quien atacar. Por mucho que se diga que era una guerra civil de todo el mundo, no era la guerra de un solo himno, ni de una sola bandera. Sobraban himnos y sobraban banderas. Se estaban malcreando las dos patrias, la del uno dispuesta a aplastar a la del otro. Y todo era un mismo pueblo, la gran tragedia. Legítimo el uno, sublevado el otro, mediador un tercero. Pero la dialéctica se hizo confusa y contradictoria, hasta el punto de que el pueblo entero fue su propia víctima. Se había traspasado el umbral de la locura, Tardaríamos muchos años en recuperarnos.

A partir de finales de agost de 1936 la aviación italiana vigila los cielos de Mallorca

Me han pedido que hable de los primeros meses de la guerra en Palma, concretamente después de la retirada de Manacor de las tropas republicanas. Sinceramente, creo que todo lo que haya podido decirse del terror de aquellos meses queda dicho ya. Y a veces estoy tentado de creer que de poco ha de servir recordarlo. La humanidad apenas si escarmienta, y es que el instinto del hombre en muchos casos no es fiable. Entonces, no lo fue.

En Mallorca -cosas del azar-, había más gente de derechas, partidarias del golpe militar, que gente partidaria de la República. Pudo haber sido lo contrario. Como consecuencia, el que se llamaría Alzamiento Nacional tomó el poder desde un principio. ¿Qué podía ocurrir? ... La suerte estaba echada. Ya sólo se trataba de ver quines tomarían la calle y asaltarían las casas.

Recuerdo que la mañana del domingo -vivíamos en la calle Zanglada, muy cerca de Cort-, oimos disparos. Nos asomamos al balconcillo y vimos pasar, apresuradamente, a un hombre bajito, joven, vestido con una camisa azul y tocado con un gorro de dos puntas, con una borlita en una de ellas. Iba armado con fusil y pistola. Mi madre, asustada, le preguntó qué ocurría. Y el hombrecito, levantando el brazo, en un saludo romano, gritó por respuesta: ¡Hable castellano! ¡Arriba España!. Aquel hombre bajito era un falangista.

A partir de ahí, en Palma, como en tantísimos lugares de España, se iniciaba una época de terror. Aquí en Palma, el jaque, lo ponían los sublevados. El jaque y el mate. Un ajedrez ciertamente sangriento. Duele a aquellos que deben avergonzarse, y duele a aquellos que sufrieron sus efectos. La derecha extrema estaba en la calle y la izquierda tuvo que esconderse. La primera arrasó con todo vestigio de una revolución comunista, obrerista, en Palma apenas existente; la segunda, se escondió cuanto pudo. La primera, estaba armada; la segunda, se sentía indefensa. Los odios venían de muy atrás. No era comprensible de otra manera. La derecha soportaba muy mal los años de la Segunda República. Al fin había llegado el tiempo propicio a la revancha. Triste condición y dependencia del hombre. Aquí, y entonces -no olvidemos que hablamos de Palma-, el terror lo instauró la extrema derecha. Sin duda, eran los menos, pero la gran mayoría estaba asustada y se envalentonaba animando a los activistas. Era un miedo patológico. Con nosotros, o contra nosotros -es ciego ver las opciones-, tuvo en aquellos meses su más obcecada culminación. Era el paradójico viva a la muerte.

Las responsabilidades

Se insistió en que el terror y el derramamiento de sangre por parte de la derecha, eran doblemente condenables, dadas sus creencias religiosas. Pero no deja de ser difícil establecer la certeza de que toda la derecha extremista y activista tuviera creencias religiosas muy arraigadas. En materia de religiones se han dado con frecuencia casos lamentables de fingimiento y de hipocresía. Incluso han promovido grandes matanzas. Aunque a muchas de estas personas -creyentes o no-, años más tarde, su salud mental acabó por fallarles, y se derrumbaron. La creencia general atribuía sus pesares a los horrores cometidos, y por el temor constante de que algún día pudieran hacerles pagar sus crueldades. Los hubo que incluso se suicidaron. Recuerdo que un día nos trajeron al dispensario a uno de ellos. Encerrado en su alcoba, se había pegado un tiro en el corazón. Casi puedo asegurar que no daba la imagen de una persona muy religiosa. Lo pero es que resultaba muy difícil convencerse de que entre ellos hubiera gente revolucionaria de verdad. En todo caso, muy poca. La mayoría deban la idea de ser personas aferradas a una manera tradicional de vivir, que decidían eliminar todo aquel que se le opusiera. La moral no suele darnos muchas facilidades a la hora de plantear grados de culpabilidad que, por otro lado, parece necesario establecer, no caer en la negación absoluta de los valores humanos. Téngase en cuenta que, finalizada la guerra, se tuvo que convivir, a gusto o disgusto, con personas de quienes se sabían los secretos de su comportamiento, aunque no se divulgaran.

 

Por entonces se dejó de creer en el hombre, en sus valores. Pero no solamente sufrieron esta decepción los perseguidos, sino los propios perseguidores, aunque en aquellos momentos, por el ardor de la ceguera, no pudieran darse cuenta. Detrás de ellos tenían a toda una masa de gente que les vitoreaba las y las impulsaba. Más que en la religiosidad debería pensarse en la cultura, en como gente culta podía inspirar y apoyar la represión. No puede extrañarnos que por temor hubiera intelectuales que no levantaran la voz en contra, pero deber asombrarnos que los hubiera que la apoyaran. A la política, a través de la Historia, le es dado hacerse sobreseer sus excesos. A la cultura no debería serle permitido. Nunca debió colaborar en aquella tragedia.

El tiempo contribuyó a descubrir motivos impensables. Para algunos fue una liquidación de intereses bajo el nombre de cruzada. A un buen hombre le hicieron pagar caro, apareciendo en la cuneta, el haber escondido en un pozo de su casa en el Vivero, a un concejal de nuestro Ayuntamiento. Pasados muchos años, se supo que la persona que le denunció le debía dinero. Así liquidó su deuda. Y pasaba por ser una buena persona. De paso digamos que el concejal logró salvarse entregándose a la Guardia Civil. Le encerraron, pasó a un campo de concentración, y logró salir con vida.

No se trata de enumerar ahora sí éste persiguió a aquel, o sí el de allí abatió al otro. Fueron meses en que todas las mañanas, entre la izquierda, amedrentada, aterrorizada, corría la triste voz que daba cuenta de la gente que había amanecido en las cunetas, o en alguna urbanización fatídica. Es evidente que no era lo mismo vivir en algún barrio antiguo de la Ciudad, junto a la Catedral, que vivir en una barriada obrera, como la Soledad, Can Capas, o el Molinar. Allí casa todo el peso de la llamada revolución nacional sindicalista. En cambio, a la sombra de la Catedral, con las protectoras figuras de los canónigos, las amplias casas de los hacendados, se vivía con alguna tranquilidad. Había poca gente trabajadora, y la poca que había estaba desconectada y temerosa. Podía ocurrir algo inevitable. Pero el miedo aun siendo grande, no impedía que por las noches, en un cuartucho trasero se escuchara Radio Barcelona, o se llegara hasta el mirador para ver los aviones del gobierno que venían a bombardearnos. Hubo alguno que incluso aplaudía. Era mucho riesgo. Con el desembarco en Manacor a muchos se les llenó el corazón de esperanza. Pero todo se derrumbó. Para mayor angustia se veía a las gentes subir a los terrados para aplaudir a los aviones italianos que hacían piruetas sobre la Ciudad. La represión fue en aumento. La casa del Pueblo cobraba una siniestra imagen. Allí, en su propia casa, en una trágica ironía, los obreros eran humillados, escarnecidos, vejados. Por lo que habían hecho, por lo que habían dicho, por lo que habían pensado en voz alta. La actitud de denuncia era evidente. Era consecuencia del doctrinarismo.

La comprensión

Tal vez la manera más generosa de tolerar al hombre, en estas circunstancias, consiste en hacer un esfuerzo para comprenderle. En todo alzamiento ha habido un cierto espacio de tiempo en que los que se adueñaron de la calle no atendían a orden ninguna, sino que obraban según sus instintos y su capacidad de acción, bajo su exclusiva responsabilidad. No es posible ignorar que con esta represión, que costó la vida a distintas personas, hubo mucha gente que se envileció. Los hubo que se vieron despreciados por aquellos mismos que les impulsaron. Y sufrieron un temor terrible a que las cosas pudieran cambiar. Incluso después de haber terminado la guerra, No podían imaginarse que en Palma no habría lugar a revanchas, y que solo serían juzgados por la Historia. Ignoraban que sus abusos iban a quedar impunes. Querían creer que esto sería así, pero no se confiaban. Muchos de ellos no sospechaban que su propia conciencia habría de condenarles.

Paseaba por la Ciudad un hombre, alto, tieso, con las manos en la espalda, la cabeza erguida, y la mirada perdida. Era un juez que firmó infinidad de sentencias de muerte. ¡Se puede comprender? ... Conocí a un hombre, ambicioso y arrogante, de quíen me dijeron, para mi sorpresa, que era uno de los que pegaban el tiro en la sien. Era médico. ¿Se le puede comprender? ...  Había un obrero que, por las mañanas, en el trabajo, se vanagloriaba sádicamente de sus correrías, dando toda clase de pormenores, de si lloraban, o de si pedían perdón, o de si se ensuciaban, ¿Se le puede comprender? Por otro lado, conocí a viejos guardias civiles que se cuidaban  de repetir que nunca habían formado piquete, Daba cierto alivio oírles, Había algún hombre, de cierto poder político que, pese al riesgo que ello implicaba, se prestó a salir en defensa de algún que otro detenido, salvándole la vida. A caso lo hiciera para disminuir su responsabilidad. Pero no lo pensamos así.

Por mucho que uno quiera comprender, no es posible evitar la idea de que había implicada mucha gente sin escrúpulos. Me inclino a creer que muchos de los que instauraron el terror en nuestra Ciudad no eran idealistas, ni revolucionarios, como querían suponer. Era gente más atenta a perpetuar su manera de vivir, que a establecer una nueva sociedad. Eran otra cosa. El ejército, responsable del golpe de estado, nunca debió permitirles que se adueñaran de la calle y de la noche. Claro que tampoco tenía por qué existir un ejército golpista. Iniciada la ilegalidad, todo abuso de poder parecía estar justificado.

Mucha gente fingía ignorar lo que de verdad estaba ocurriendo. Oficialmente podían ignorarlo, ya que nada se hacía público. Así se tranquilizaba su conciencia. Estaban seguros de que al caer la noche no había peligro de que llamaran a sus puertas. Eran de derechas, eran creyentes. Estaban a salvo. Podían dormir tranquilos.

Es necesario saber olvidar

Han pasado cincuenta años de aquella trágica experiencia, Aquellos que fuimos testigos, y aquellos que sufrieron de alguna manera la persecución, no podrán olvidarla jamás, por necesario que sea. Se llevó luto muy íntimo por las personas conocidas que fueron sacrificadas. Pero también había una larga lista de gente que sucumbió en el anonimato. Que todo lo más, fue motivo de un comentario en uno de aquellos amaneceres trágicos.

A los historiadores les corresponde continuar investigando, y a medida que vayan descubriendo la verdad de aquel tiempo de terror, por horrible y cruel que sea, que la pongan al descubierto, que la enseñen. Pero no los que la pasaron, sino a los que vivieron después, a los jóvenes, para que en el futuro no se les pueda coger desprevenidos