Existe gente desprovista de sentido moral.
La amoralidad aporta al que la posee unas ventajas sociales
importantes habida cuenta de que su presencia va
frecuentemente acompañada de la carencia de escrúpulos. El que
miente y simula suele ejercer su actividad en los límites que
marca el miedo. A los amorales los hallaremos, en general, en
los borrosos bordes de la ley ya que cuando se traspasa ese
lindero la sociedad actúa a través de los mecanismos que
posibilitan la persecución de lo que se convierte en
delincuencia. Pero un amoral no es necesariamente un
delincuente aunque la mayoría de delincuentes sean inmorales.
La verdad y la honestidad atesoran menos recursos ya que su
actuación se circunscribe a los hechos y a la rectitud de
intenciones. El engaño y la carencia de escrúpulos proporciona
al que los practica un marco de actuación holgado, al no
ajustarse a unas reglas éticas lo que le abre la puerta a la
tergiversación de los hechos y a la consiguiente manipulación
de la realidad según la conveniencia oportuna de cada momento.
Un excesivo clima de relajación, tolerancia y connivencia
tácita o expresa es el marco adecuado para que la
desestructuración cívica se desarrolle y consolide. A modo de
ejemplo, en Mallorca, no es inusual oír, con cierta
frecuencia, comentarios del estilo "no siguis beneit!" lo que
quiere significar, ni más ni menos, que todo es corrupto y
que, por tanto, la honestidad pertenece al mundo de los
imbéciles. Incorporándose así la mentada tolerancia a un
cierto sentido común que impulsa a "no dejar pasar la ocasión"
bajo la redundante aseveración de que "todos lo hacen" o "si
no lo haces tú, lo hará otro".
La verdad y la honestidad sólo lograran imponer su supremacía
cuando posean la complicidad activa de la mayoría de los
ciudadanos, y, por tanto sean eje central del sentido común,
-una "idea hegemónica" en sentido gramsciano- de ahí la
importancia de romper con los tópicos que contribuyen a
minorizar las prácticas cívicas.
Y bien, se preguntaran, ¿a qué viene esta disquisición? Pues,
sencillamente, se trata de constatar que lo que existe entre
la sociedad civil acaba reflejándose en el mundo político que
aparece, hoy por hoy, como receptáculo privilegiado de la
amoralidad. Prueba de ello nos la dan diariamente los medios
de comunicación de aquí y de allá.
Así ocurre que si bien es verdad que la derecha política sitúa
buena parte de sus prácticas en la ausencia de pudor, no es
menos cierto que la izquierda también posee su calvario. Ahora
que la izquierda o centro-izquierda -o como se desee
denominar- usufructuará altas cuotas de poder político en
nuestras islas, es previsible que los amorales acechen en
espera de utilizar sus artes para obtener sus objetivos
invariablemente ajenos al interés general.
Así, pues, no nos engañemos: la corrupción -hija predilecta de
la amoralidad- debe combatirse desde una perspectiva que nos
atañe a todos y, en este estado de cosas, es conveniente
afirmar que, como es obvio, en nuestras islas existen personas
que defienden con uñas y dientes ideas conservadoras e incluso
reaccionarias, equivocadamente o no, pero con convicción,
honestamente, y, por ello, a ellos se les debe preferir antes
que a los amorales ya que éstos son enemigos acérrimos de la
convivencia cívica, la democracia y el interés general de los
ciudadanos.
(*) Licenciado en Historia
02/07/2007