Tras protagonizar un dilatado periodo de
manifestaciones y protestas callejeras la Conferencia
Episcopal, expresión del catolicismo oficial, ha dado una
vuelta de tuerca a la crispación a través de su
Nota ante las elecciones generales
en la cual, de manera sinuosa,
muestra sus preferencias por un partido político en particular
-el Partido Popular- al tiempo que muestra su oposición a la
ampliación de derechos propiciada por el gobierno de Rodríguez
Zapatero arropado por los sectores más progresistas de la
cámara legislativa -entre los que se encuentra la izquierda
progresista de Gaspar Llamazares- estableciendo, además, unos
criterios injustos e hipócritas entorno al fallido intento del
gobierno Zapatero de acometer lo que, en opinión de muchos,
era su obligación: acabar con la violencia y el terror en
Euskadi explorando la vía del diálogo desgraciadamente
truncada.
Ha llovido mucho desde aquellos tiempos dorados de la Iglesia
Triunfante del nacional-catolicismo asentado sobre el
franquismo y, hoy, nuestra sociedad vive inmersa en un proceso
de cambio continuo donde se conjugan multitud de expresiones
que afectan al ámbito de las relaciones personales y a las
creencias individuales y colectivas. A esa diversidad, el
Estado democrático debe ofrecer amparo en la línea de regular
y garantizar el ejercicio de todos aquellos derechos que
cubran las expectativas del conjunto de ciudadanos con
independencia de sus creencias.
Hoy, cuando es un hecho irreversible la integración de la
mayor parte del mundo católico al sistema democrático, la
cúspide de la Iglesia, su jerarquía, obispos y cardenales,
pueden utilizar los mecanismos que establece la pluralidad
democrática, tienen pleno derecho a manifestarse y oponerse al
divorcio y al uso de anticonceptivos oposición que se hecho
extensiva al desarrollo de otros derechos como son la
regulación del aborto o a la modificación del Código Civil que
permite contraer matrimonio a parejas del mismo sexo y que les
otorga todos los derechos de las uniones heterosexuales,
incluso pueden oponerse a la implantación de la asignatura
Educación para la Ciudadanía que pretende evitar el efecto
negativo de una secular ausencia de cultura democrática.
Pero deben saber que en un país donde la disparidad de
criterios sobre el papel de la Iglesia católica en la sociedad
ha sido motivo de discordia y una de las causas de una
confrontación sumamente dolorosa es deseable y razonable que
ese sector de la sociedad encaramado en las altas
instituciones eclesiásticas tenga vocación en ser instrumento
de reconciliación y puente de diálogo en lugar de volver a
atizar el ascua de la discordia de la cual surge el fuego de
la confrontación.
Obispos y cardenales, deben tomar conciencia de que el limite
de su influencia no debe, no puede, ir más allá de sus fieles
que son los destinatarios de sus orientaciones y que, en
ningún caso, vinculan a toda la sociedad que en su pluralidad
debe poseer un reconocimiento colectivo de derechos por parte
de un Estado fundamentado en criterios de aconfesionalidad tal
como establece la Constitución.
En otro orden resultaría injusto tildar de reaccionaria al
conjunto de la Iglesia católica ya que las voces más críticas
contra la actitud intervencionista de la jerarquía
eclesiástica se encuentran precisamente en el seno de la
propia institución, especialmente entre los cristianos de
base.
No en vano, en contraposición al nacional-catolicismo
franquista, surgió una Iglesia cristiana, de base progresista
y democrática, que aportó a la sociedad un inmenso servicio en
la causa de la recuperación de las libertades públicas, la
consolidación de la democracia y la lucha contra todo tipo de
injusticias y desigualdades. Con citar nombres como Enrique
Miret Magdalena, José Luis Aranguren, Alfonso Comín, Juan
García-Nieto o el padre Llanos sólo señalaríamos un pequeño
muestrario de esa aportación que ha dado sobrado testimonio de
compromiso y solidaridad hacia la sociedad y sus derechos con
una especial sensibilidad hacia los más necesitados.
El divorcio entre la jerarquía eclesiástica católica y gran
parte de la sociedad española es una evidencia difícilmente
refutable. Si el catolicismo orgánico, después del amplio
monopolio ejercido en el pasado reciente sobre los ciudadanos
y ciudadanas de este país a costa de la anulación impositiva
de derechos y libertades individuales y colectivas, no es
capaz de mantener viva su presencia más allá de una
esclerótico control sobre las tradiciones y coartada para la
celebración de todo tipo de eventos festivos, incluidos
bautizos, bodas y comuniones, no será por falta de presencia y
medios materiales profusamente garantizados por un estado
teóricamente aconfesional.
La falta de predicamento de los postulados oficiales de la
jerarquía española no es achacable, pues, a otra causa que no
sea su propia falta de atractivo y su sumisión a unas
estructuras mentales obsoletas. No se extrañen, obispos y
cardenales si, ajenos a los criterios de buena parte de sus
propios fieles, confrontados con la sociedad progresista y
democrática y arropados por los sectores más integristas de la
derecha, su prestigio languidece ante el desinterés, la apatía
y la perplejidad de la mayoría.