Dos cruces Pep Vílchez

Uno de los fenómenos que caracteriza a nuestra sociedad es el de la multiplicación y diversidad de aportes culturales, costumbres y creencias religiosas que afloran constantemente y cuyo origen no está sólo vinculado a la llegada masiva de inmigrantes o al fenómeno globalizador. Paralelamente a estos cambios sociales se evidencia la existencia de  un extenso y robusto sentido  de la vida que se nutre de  valores cívicos y morales  que proceden de fuentes que en muchos aspectos son ajenas al ámbito estrictamente religioso, siendo uno de sus máximos exponentes la universalización de los valores democráticos. En el desarrollo y persistencia de esos valores encontramos los elementos básicos de la convivencia ciudadana y a ellos nos debemos con independencia de nuestras convicciones religiosas.

En este contexto  urge la necesidad de determinar cuáles son  los ámbitos de actuación del mundo religioso en relación a los poderes públicos, así como la actitud de éstos ante las creencias religiosas y sus prácticas públicas.

Debería ser ocioso  afirmar que las instituciones públicas deben estar al servicio de la totalidad de los ciudadanos, y que en ningún caso deben vincularse a principios y prácticas de carácter religioso. La religiosidad debe manifestarse en el ámbito de lo privado y, en todo momento, sus manifestaciones públicas deben estar sujetas a los mismos derechos y deberes que el resto de los ciudadanos.

El artículo 16.3 de la actual Constitución española contempla la necesidad de que los poderes públicos tengan en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y les insta a  mantener las consiguientes relaciones de cooperación, especialmente, con la Iglesia católica y también con las demás confesiones, pero, a su vez, es taxativa  al afirmar que ninguna religión tendrá carácter estatal (artículo 16.1).

La parte antigua de nuestra ciudad posee múltiples  lugares  de carácter  sacro repletos de objetos a los que se presta devoción. Intocables en su mayoría, ya que además de la iconolatría que caracteriza al catolicismo tradicional, se añaden valores artísticos y patrimoniales. Bien, conviviremos con ellos. Pero también hay que señalar que sería deseable que los recintos institucionales y los espacios de dominio público se conservaran ajenos a toda simbología de carácter religioso.

Pero eso no es lo que entiende  nuestra derecha  reaccionaria e integrista, la cual va más allá de lo razonable y usa y abusa de las creencias de buena parte de sus afines para favorecer  de forma poco escrupulosa  la visión más arcaica de la Iglesia católica. La denegación de la utilización del recinto de Ses Voltes como lugar para celebrar un concierto de la Orquesta Republicana el 14 de abril – 75 aniversario de la proclamación de la  II República -  con el peregrino argumento de que dicha celebración coincide con la Semana Santa de facto supone obstaculizar cualquier celebración que no sea religiosa en este período procesional con lo cual, cabe deducirse, los derechos ciudadanos son ejercidos por unos más que otros o, lo que es peor, en detrimento de otros con lo cual nos encontramos ante una escandalosa limitación sencillamente inadmisible.

Si realmente el ánimo de esa ansia recatolizadora de carácter folklórico a la que se nos viene acostumbrando  se basara en un juego limpio, ausente de actitudes  sectarias, dos medidas debería tomar nuestra católica alcaldesa Catalina Cirer: desplazar el crucifijo que preside de manera preeminente el Salón de Sesiones del consistorio palmesano hacia un lugar más adecuado, y, una vez limpia y lijada la Cruz de los Caídos, dejarla reposar en el almacén donde se encuentra y, de paso, dar cumplimiento al acuerdo de la Comisión Insular de Patrimonio del 1 de febrero del 2001 y de esta manera finalizar con la utilización pública partidista de la simbología religiosa. Y, por supuesto, reconocer que es un error o una torpeza el denegar un recinto público argumentando coincidencias incompatibles derivadas del calendario. Así, de orden de una persona que posee una especial sensibilidad religiosa, como parece ser el caso de la alcaldesa Cirer, nadie objetaría anticlericalismo, sino respeto desde unas instituciones que hoy rigen en usufructo unos, pero que, al fin y al cabo, son de todos, creyentes de una u otra respetable condición o no creyentes.

 En definitiva sólo se trata de adoptar una actitud de respeto hacia los que día a día observamos cómo una parte, muy probablemente minoritaria entre los creyentes, pone e impone sus símbolos y prácticas públicas al conjunto de la ciudadanía tras la débil coartada de la costumbre y la tradición.

Pep Vílchez

 març 2006