En realidad, no fue el 18, fue el 17. Y no fue en España, sino en el
Protectorado de Marruecos. Los militares que veníacon conspirando contra
el Gobierno de la República no las tenían todas consigo, pues no
faltaban notorios conspiradores que daban la impresión de nadar y
guardar la ropa, entre ellos, el mismo general Franco, comandante
militar de Canarias. Una profunda desconfianza, una permanente sospecha
y algunos enfrentamientos a tiros habían enrarecido el aire de los
cuarteles y obligado a posponer en varias ocasiones el día de la
rebelión. El director, el general Mola, había exigido el empleo de la
máxima dureza, o sea, fusilamiento con o sin consejo de guerra, contra
quienes se opusieran a la acción una vez emprendida. Pero al escribirlo
pensaba en las autoridades republicanas, en los dirigentes de partidos
de izquierda y de los sindicatos obreros, no en sus conmilitones. La
insurrección, proyectada para las primeras horas de la mañana del 18 de
julio, comenzó, sin embargo, antes de lo previsto en Marruecos, con el
tiro a bocajarro a los jefes indecisos, allí mismo, en los despachos de
los cuarteles, entre voces y griterío. La primera víctima, el general
Romerales, marcó la norma futura: para garantizar el éxito había que
liquidar, como primera providencia, a los jefes y oficiales que
declaraban su lealtad al Gobierno legalmente constituido o que se
mostraban remisos y dubitativos.
Roto ese dique, el torrente se desbordó sin conocer ningún límite: si la
muerte era el destino de los compañeros desafectos, ya se puede imaginar
cuál podría ser el de los obreros, campesinos y autoridades republicanas
allí donde ofrecieron débil resistencia. Ocurrió así en tierras del
Protectorado en la tarde del 17 de julio y la pauta se impuso de
inmediato en los focos de rebelión que alumbraron desde las primeras
horas de la mañana y se extendieron por la tarde y noche del 18. La
Coruña y Vigo, Álava y Navarra, las capitales de Castilla la Vieja,
Sevilla. En todas partes se repitieron idénticas escenas: insurrección,
detención y fusilamiento de jefes y oficiales indecisos, sin importar
grado de parentesco o amistad; adhesión, donde las hubiera, de milicias
falangistas y carlistas; rápido control de las calles, incursiones de
castigo en los barrios obreros; asesinato de alcaldes y gobernadores
civiles. En Madrid, en la noche del 17 al 18, la República -como
escribió Manuel Azaña- estuvo pendiente de un hilo: habría bastado la
decisión audaz de quienes ocupaban todos los establecimientos militares
para acabar con el régimen en unas horas. Pero, añade Azaña, se produjo
el hecho contrario.
El hecho contrario no consistió en que a la falta de audacia de los
rebeldes respondiera el Gobierno con firmeza: el Gobierno de la
República se hundió la misma tarde del golpe. ¿Qué Gobierno era ese
incapaz de resistir el golpe y aplastarlo? Ante todo, no era un Gobierno
de Frente Popular aquel contra el que se rebelaban una tras otra,
deslavazada, caóticamente, las guarniciones militares. Para serlo,
hubiera requerido, como en Francia, la presencia de los socialistas,
porque el apoyo parlamentario de los comunistas se daba por descontado.
Pero los socialistas se habían negado a incorporarse a un Gobierno de
coalición cuando Manuel Azaña, el 11 de mayo, recién elegido presidente
de la República, ofreció a Indalecio Prieto la presidencia del Consejo
de Ministros. Fue la facción liderada por Francisco Largo Caballero la
que se negó a incorporar a su partido al Gobierno en la ilusoria e
irresponsable esperanza de que los republicanos, al cabo de unos meses,
no tendrían más remedio que franquear la puerta y poner en sus manos
todo el poder.
Esta estrategia suicida, además de dividir e inutilizar a los
socialistas como fuerza hegemónica de la coalición republicano-obrera,
dejó al Gobierno a la intemperie, sin bases sólidas sobre las que
apoyarse. Y fue contra un Gobierno débil, formado exclusivamente por
republicanos de centro-izquierda, bajo la presidencia de Santiago
Casares Quiroga, contra el que pusieron en marcha su proyectada
conspiración los militares que desde el 8 de marzo se habían juramentado
para dar un golpe de Estado. No era la primera vez que lo intentaban. No
era tampoco la primera vez que un Gobierno de la República tenía que
habérselas con una intentona militar, de la que todo el mundo hablaba y
de la que todo el mundo, incluso la policía, estaba al cabo de la calle.
A nadie, por tanto, pilló de improviso la tarde del 17 de julio el rumor
rápidamente extendido de que algo ocurría en tierras del Protectorado.
El Gobierno esperaba la insurrección y había tomado las medidas que
estaban de su mano para entorpecer con piedrecitas su maquinaria: creyó
que con los traslados de los principales sospechosos y el nombramiento
de generales de confianza al frente de las fuerzas de policía y de la
Guardia Civil, la proyectada rebelión sería aplastada, si no tan
fácilmente como en agosto del 32, al menos con efectos más radicales y
permanentes: ahora el castigo sería ejemplar. Los dirigentes obreros,
por su parte, acariciaban la expectativa de que los militares se
rebelasen porque en su visión del alumbramiento del nuevo mundo bastaba
una huelga general para derrotar a la reacción militar.
Y ése fue el hecho contrario al que se refería Azaña: la rebelión puso
en marcha un movimiento de resistencia obrera y popular que, sumando su
presión a la que procedía del bando contrario, se llevó por delante al
Gobierno presidido por Casares, dejando sin gobierno a la República
durante unas horas decisivas. Para tapar el hueco, Azaña ofreció al
presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, el encargo de formar un
nuevo Gobierno que se ampliara por la derecha y por la izquierda con el
refuerzo de liberales y socialistas. Martínez Barrio lo intentó en la
noche del 18, pidiendo a Felipe Sánchez Román, líder del pequeño Partido
Nacional Republicano, y a Indalecio Prieto, dirigente de la facción
centrista del PSOE, su incorporación al Gobierno. El primero accedió,
pero Prieto, tras consultar con su partido, regresó con una respuesta
decepcionante: el PSOE se negaba por segunda vez, ahora en
circunstancias dramáticas, a entrar en gobierno. Era, de nuevo, la
estrategia de Largo Caballero y de sus consejeros de la izquierda
socialista la que se imponía: esperar a que los republicanos sucumbieran
para ocupar los socialistas en solitario todo el poder.
A pesar de este revés, Martínez Barrio habla con algunos jefes de las
divisiones orgánicas y con el general Mola, que en esos momentos es ya
-desposeído del mando y detenido el general Batet, que en unos meses
será también fusilado- jefe efectivo de la VI División: "Es tarde, muy
tarde...", responde Mola a las consideraciones que le hace Martínez
Barrio. En realidad, a esas alturas, los rebeldes, conducidos sobre el
terreno más por comandantes que por generales, han matado tanto que
tienen cerrada cualquier posibilidad de marcha atrás. A pesar de que
Madrid ni Barcelona caen, tienen que seguir adelante. Lo proclama Franco
en sus arengas radiadas; lo dice Mola a su interlocutor. Martínez Barrio
también sigue adelante y a primeras horas de la mañana del día 19 ha
logrado formar un Gobierno a base de los tres partidos que un año antes
habían sellado una especie de nueva alianza republicana: Izquierda
Republicana, de Azaña; Unión Republicana, del mismo Barrio, y Partido
Nacional Republicano, de Sánchez Román.
Pero este Gobierno tiene, antes de nacer, las horas contadas. En una
noche de insomnio cargada de rumores se corre rápidamente la voz de que
Martínez Barrio negocia una paz con los generales rebeldes. Socialistas,
anarquistas y comunistas convocan una gran manifestación. Desde primeras
horas de la mañana del domingo llegan hasta Martínez Barrio las voces de
los manifestantes exigiendo armas y gritando "¡abajo el Gobierno!". El
recién nombrado presidente dimite: su presidencia habrá durado poco más
de seis horas, el tiempo justo para que el flamante Gobierno apareciera
en la Gaceta cuando ya había dejado de existir. Azaña convoca
entonces al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y
sindicatos con objeto de resolver la crisis de manera que todos se
sientan implicados en la fórmula que se adopte.
En esa reunión, Largo Caballero, que también ha acudido, rechaza por
tercera vez la participación socialista y sólo da su aprobación a un
Gobierno formado exclusivamente por republicanos bajo la condición de
que proceda a repartir armas a los sindicatos. El presidente de la
República confiere entonces el encargo a su viejo amigo José Giral, que
acepta la tremenda responsabilidad. Ya está, pues, el pueblo armado
contra los generales rebeldes. Son pistolas y, todo lo más, el famoso
máuser de 750 metros de alcance: sobre armas cortas van a edificar los
sindicatos el nuevo poder obrero y campesino. Los militares decían
haberse alzado contra el peligro comunista y lo que han puesto en marcha
es una revolución sindical. Será un poder atomizado, suficiente para
aplastar la rebelión allí donde los rebeldes han dudado y se han
encerrado en sus cuarteles; trágicamente inútil allí donde los militares
se han adelantado y han establ6ecido un férreo y despiadado control.
Será también un poder que vuelve inane el poder del Gobierno de la
República. Revolución triunfante es proliferación de comités sindicales
que comienzan a organizar la defensa contra el agresor y la represión
del enemigo interior. Desde el mismo 18 de julio se destruyen por el
fuego los símbolos del viejo mundo derrocado, se queman archivos, se
incendian iglesias, se da muerte a quienes se han señalado, personal o
institucionalmente, como enemigos de la clase obrera y de la revolución
-propietarios, clérigos, guardias civiles-, mientras se abole el dinero,
se incautan empresas, se patrullan las calles. Sobre las ruinas del
Estado republicano, la revolución -o lo que quiera que fuese aquella
resistencia obrera, campesina y popular al golpe militar- anunciaba, a
pesar de la euforia de tantas noches febriles, más que un triunfo, una
larga guerra civil.
EL PAÍS - España - 18-07-2006 |