Entre las primeras decisiones que tomó José Giral cuando fue nombrado
jefe de Gobierno de la República el 19 de julio de 1936, dos marcaron de
manera decisiva los meses iniciales del conflicto. Una de ellas fue la
de repartir armas al pueblo; la otra, licenciar al Ejército. A través de
esta última medida, autorizó a todos los soldados a abandonar a los
jefes que se habían rebelado contra el régimen legal. Fue un error: los
oficiales rebeldes no obedecieron el decreto e impidieron que sus
hombres dejaran sus puestos. Sí lo hicieron, en cambio, muchos de los
que formaban las filas de muchas unidades que permanecieron inicialmente
dudosas e, incluso, de algunas que se mantuvieron fieles a la República.
Con la entrega de armas al pueblo, por otro lado, cobraron un
protagonismo esencial las milicias políticas. Muchas de ellas no sólo
pretendían defender el régimen legal, sino ir más lejos: provocar la
revolución. Ese extremo, que temían los republicanos más moderados,
había impedido que esa medida se tomara en las primeras horas.
El Ejército quedó hecho trizas y la situación era caótica. Dentro de las
fuerzas leales a la República, convivieron durante las primeras semanas
las fuerzas milicianas, que por lo general aportaban más entusiasmo que
técnica militar, y los restos de unas tropas que carecían de una
dirección unificada. El voluntarismo fue la nota dominante, aun cuando
hubieran mantenido su lealtad muchos altos cargos del Ejército.
Faltaban, sin embargo, oficiales: la gran mayoría de los mandos
intermedios se inclinó por las fuerzas rebeldes.
En el Ministerio de Guerra, quien movió inicialmente los hilos de la
defensa fue el teniente coronel Juan Hernández Saravia, que había
colaborado estrechamente con Azaña en la reforma del Ejército. También
participaron activamente en la organización de las variopintas columnas
muchos miembros de la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA).
Giral incluyó a dos militares en su Gobierno: el general Castelló, en el
Ministerio de Guerra, y el general Pozas, en el de Gobernación. Un
síntoma de la profunda crisis: el primero de ellos, profundamente
afectado por una crisis emocional, no tardó en perder la razón y
abandonar el Gobierno.
A los pocos días del golpe, se consolidó la división de España en dos
grandes zonas. La República conservó las ciudades más importantes. En
Madrid y Barcelona, la feliz confluencia de tropas y mandos militares
leales con las milicias armadas dio resultado, pero en Sevilla triunfó
la sublevación. El conflicto no había hecho más que empezar. Muchos de
los generales que se mantuvieron fieles a la República en las zonas en
que triunfó el golpe fueron fusilados (inmediatamente o poco tiempo
después): Núñez de Prado (en Zaragoza), Batet (en Burgos), Campins (en
Granada), Molero (en Valladolid), Salcedo y Caridad Pita (en La Coruña),
Romerales (en Melilla)... Otros asumieron el desafío de detener a los
rebeldes. El gran cambio en el Ejército de la República, sin embargo, no
se produjo hasta más adelante, cuando en octubre se hizo evidente que
sólo una fuerza militar organizada podía luchar con las tropas
franquistas que avanzaban entonces como una apisonadora hacia Madrid.
EL PAÍS - España - 18-07-2006 |