Medias verdades
ANDRÉS TRAPIELLO
Tiene uno la sensación, y la tienen muchos otros, a izquierda y a
derecha, de que lo que se ha dado en llamar "la recuperación de la
memoria histórica" o no significa nada o significa muy diferente cosa
para unos y otros. Se diría que, cuando la realidad es compleja, y el
nudo de la guerra civil y el franquismo es todavía el más apretado y
difícil de deshacer que tienen los españoles entre manos, algunos
sienten una irresistible atracción por la solución gordiana, o sea, la
de partirlo con el filo de una espada o de un decreto.
Si yo no lo interpreto de modo abusivo, parece que hoy se entiende por
memoria histórica únicamente lo que les sucedió a los que perdieron la
guerra civil y sufrieron, tras ella, la persecución del Régimen de
Franco. Es decir, ha querido formularse ese propósito civil como una
"discriminación positiva de la memoria": tras haber sido machacados
durante cuarenta años con recuerdos, desagravios y vindicaciones en una
sola dirección, tenemos derecho a recordar, desagraviar y vindicar
únicamente en la contraria, parece decírsenos.
Las historias de la zona nacional acalladas o desconocidas hasta ahora
son tantas y tan dramáticas, que encogen aún el ánimo y espantan el
entendimiento, pero al mismo tiempo algunas resultan tan lejanas ya, que
muchos las encuentran irresistiblemente embellecidas, "como una novela".
Se ha dicho que no se ha escrito aún la gran novela de la guerra civil
española, nuestra Guerra y paz. Esa, francamente, hoy por hoy, en
España, no se le aceptaría ni a Tolstoi, tan cervantino, ni a Cervantes,
tan español.
Hace veinticinco años dos jóvenes se embarcaban en una tarea
desproporcionada y de porvenir dudoso: editar, entre otros
contemporáneos, a escritores del pasado reciente que tenían la
característica común de haber hecho o vivido la guerra civil española,
unos en un bando y otros en otro. En ningún caso se trataba de
literatura política, sino de libros que reputaban literariamente
sobresalientes. En cuanto llegaron a las librerías los primeros
ejemplares de Rosa Krüger, de Sánchez Mazas, algunos reaccionaron con
nerviosismo, y aunque esa novela iba acompañada de otros libros de
escritores notoriamente de izquierda y exiliados, como Giner de los
Ríos, Jiménez Fraud o Ramón Gaya, devolvían los paquetes sin abrir a una
editorial que había tenido la impertinencia de incluirlos en una que se
llamó "Biblioteca de Autores Españoles". No les entraba en la cabeza que
pudiera firmarse un armisticio en la literatura española, y tampoco
comprendían que se editara la novela de un excelente escritor de
derechas que llevaba muerto casi veinte años, bien porque creían que ese
libro contaminaba los de sus compañeros, bien porque la palabra
"españoles" les parecía muy apropiada para escritores fachas, pero
insuficiente a esas alturas para quienes habían sido despojados de ella
por los vencedores que les mandaron al exilio. Incluso el adjetivo
"facha" desactivaba el sustantivo "escritores", como en aquel oxímoron
del que hablaba Baroja a propósito del periódico El Pensamiento
Navarro. De modo que se ahorraron leer a Sánchez Mazas (hasta que
llegó la moda veinte años después) y optaron por la solución gordiana:
el ostracismo.
Aunque el dogma quedó tocado, todavía quedaron muchos (en la izquierda,
pero también en la derecha) que creían que haber perdido la guerra
garantizaba el no ser un mal escritor, lo mismo que haberla ganado era
incompatible con serlo bueno, y trataron de frenar esa "evidencia"
asustando a la gente con un gran surtido de vade retro, como
hacía el jesuita Ladrón de Guevara en su cómico y ridículo Novelistas
malos y buenos, y haciendo circular el infundio de que esos dos
muchachos eran hijos de Satán, o sea, fachas. La calumnia se
mostró tanto o más eficaz justamente porque no tenía ningún fundamento,
y aunque ellos dos hubieran confesado que seguían siendo de izquierda,
no hubiese servido de nada; ya nadie estaba interesado en saber: se
había conculcado un principio sagrado en las guerras sucias: al enemigo,
ni agua. ¿Y para qué hablar de literatura pudiendo hacerlo de política,
de la política de "los nuestros", contra los pocos que defendían que en
literatura "los nuestros" son todos, si son los mejores? La solución
gordiana pasó primero por cortar en dos mitades la historia, quedarse
con una y supeditarla a la otra. Bastaron dos o tres libros (literarios,
hay que insistir) de escritores de derechas frente a treinta o cuarenta
de izquierda, para que la editorial Trieste, que unos pocos consideran
hoy piadosamente mítica y ejemplar, quedara apestada para siempre.
Uno podría pensar que eso había cambiado y que el cerrilismo español
habría ido cediendo poco a poco, pero se ve que no. Hace unos meses
publicó uno un manual de tipografía española. En él, tratando de
espulgar los lugares comunes, se afirma algo que sabe cualquier persona
que se haya paseado por las librerías de viejo: de 1939 a 1959 se editó
en España, desde unpunto de vista tipográfico, tan bien o mejor que en
tiempos de la República, y desde un punto de vista industrial mejor y
más que en todo lo que se llevaba de siglo. Claro que entonces, ¿qué
haremos con todas esos bonitos embustes de quienes nos han querido
presentar a aquella España durante años como un país comatoso? Comprende
uno que la tentación de postularse como resurrector de la Patria es
grande, pero para ello hay que pasar antes por certificar su muerte, y
así un gran número de beneméritos luchadores antifranquistas (en muchos
casos ni tan luchadores ni tan antifranquistas) han llegado a creerse de
buena fe que hasta que ellos no llegaron, la Patria sesteaba o
agonizaba.
Cierto que España de 1939 a 1959 era un lugar siniestro en el que los
escritores resistían de modo anómalo (del mismo modo que no siendo
lugares siniestros muchos de los países del exilio, los escritores
exiliados sufrían igualmente su propia anomalía), pero ello no quita
para comprender que nuestra literatura, industria literaria y tipografía
de entonces no vivían uno de sus peores momentos. Ocultar esa verdad no
beneficia a nadie y declararla no justifica el franquismo, salvo que se
sea muy idiota para entenderlo así, como le ha ocurrido a cierto crítico
de resorte, que una vez más ha tratado de recurrir a la solución
gordiana, o sea, la de Ladrón de Guevara, que al igual que este no ha
dudado en acompañar su vade retro con una batería de insidias y
falsedades. Y sí, se puede criticar a la izquierda sin dejar de ser de
izquierda, aunque el temor a la verdad nos haga sentirnos más cómodos
viendo enemigos cortados por el patrón de nuestra propia tontería, como
hacía el jesuita, amigo también de las medias verdades.
Por todo ello, no sabe uno cuando se habla de memoria histórica, qué es
lo que queremos recordar, ya que cuando nos disponemos a recordarlo
todo, puede aparecer por el horizonte una sotana que trata de impedirlo
con acusaciones risibles o miserables, según por donde se tomen.
Durante el franquismo, un Régimen sin ninguna legitimidad recordó y
honró únicamente a las víctimas de su propia facción, engañándolas o
mintiéndolas incluso, si eso le convenía. Hoy, con una democracia
legitimada y firme, sería gravísimo y peligroso que se cayera en
simétrico error, sólo que con las víctimas del otro bando. La democracia
tiene la obligación moral de hacer la historia de todos, por lo mismo
que un historiador de derechas debería abordar, por ejemplo, los
crímenes de la represión en Málaga o Badajoz, y uno de izquierdas no
ceder a la derecha en exclusiva la visión de la represión revolucionaria
en el Madrid de las checas. A diferencia de la derecha, que no
parece querer ver ni en pintura nada de lo ocurrido entre 1939 y 1975
por miedo a tener que asumir sus graves y a menudo criminales
responsabilidades, cierta izquierda autoritaria querría recordar
únicamente "lo suyo", un "suyo" que no siempre es verosímil ni creíble,
como no sea hermoseándolo con la distancia y la leyenda, o incluso
falseándolo sin escrúpulos, si con ello su victimación logra ser mayor y
los réditos que de ella piense obtener, más saneados. La realidad no se
comprende con medias verdades. Abramos las fosas que aún quedan en las
cunetas, por decencia y respeto a las víctimas, desde luego, pero
también todas aquellas otras fosas mentales donde siguen enterradas las
ideas más reaccionarias y jacobinas, ya que la única memoria histórica
posible ha de llevarnos a comprender que aquellos muertos son todos
"nuestros muertos", como nuestra es una historia que algunos se empeñan
todavía en partir con mandobles justicieros, para poder decir una vez
más: blanco, negro. Y no, raramente logramos vivir en paz como no sea en
la amplia gama de los grises, de los matices, de las contradicciones,
libres de todo prejuicio, de todo interés y de todo resentimiento, y al
menos cuando hablemos del pasado, este debería empezar a ser un nudo más
fácil de aflojar y deshacer, sin tener que recurrir por enésima vez a la
espada. El pasado no está hecho de mitades, tuya o mía, sino de un todo
que no es ni tuyo ni mío, sino de todos.
EL PAÍS - España - 20-07-2006 |