Luz entre tinieblas
ANTONIO ELORZA
He visitado Auschwitz en varias ocasiones, y no porque espere encontrar
nada nuevo en ese espacio de muerte. Tampoco por masoquismo.
Simplemente, me resulta imposible disfrutar de la ciudad de Cracovia,
cada vez más hermosa, sin acercarme a su antítesis desde el punto de
vista humano, ese lugar creado a pocos kilómetros de distancia,
precisamente para exterminar a aquellos que tuvieron la desgracia de ser
designados como chivos expiatorios del imperialismo hitleriano. En las
fotografías tomadas por las SS de quienes están a punto de ser gaseados,
tenemos el contrapunto del retrato más sutil de Leonardo, La dama del
armiño, conservado en el Museo Czartoryski de la antigua capital de
Polonia. Tanto el horror como la belleza forman parte de la historia, y
el conocimiento de ambos resulta imprescindible si aspiramos a construir
la vida humana sobre la base de la libertad.
En el límite, frente a los lager y al gulag, frente al
camboyano Tuol Sleng y a los cientos de lugares de destrucción del
hombre que pueblan nuestro pasado reciente, de Villa Marista a
Guantánamo, y también a Gaza y Beirut, la única salida consiste en una
actitud permanente de seguimiento y de denuncia. Nadie pudo detener los
fusilamientos del 3 de mayo en Madrid, un episodio en que tanto por la
organización racional de la muerte como por la deshumanización de la
masa de víctimas, se encuentra prefigurado el escenario de los campos
nazis. Queda el último recurso: la linterna, emblema de la razón,
iluminando la escena, grabándola de modo indeleble en la conciencia de
los hombres. Tal es en buena medida el papel de la historia, y para
reconocer su importancia basta con evocar el vuelco dado a la historia
del colonialismo por una amplia bibliografía, con el "libro negro" de
Max Ferro y el Imperio de Niall Ferguson entre sus últimos hitos.
Sin olvidar documentales cinematográficos, ejemplo el Río Congo
del belga Thierry Michel, que en su recorrido remontando el eje fluvial
ofrece al espectador el panorama de desolación causado por un sistema
colonial depredador y su heredero Mobutu. Como en el dibujo de Goya, la
luz surge de las tinieblas.
Ahora bien, el ejemplo de Cracovia-Auschwitz muestra que la tarea de
esclarecimiento encuentra siempre obstáculos. A pesar de la
impresionante difusión del filme de Spielberg y de obras documentales de
gran calidad, como la de Lawrence Rees, en la guía de Cracovia editada
el pasado año y que es la única en venta por la oficina local de
turismo, las referencias a lo ocurrido en Auschwitz y en el barrio judío
de la ciudad, Kazimierz, son sorprendentes por la voluntad manifiesta de
reducir la significación del holocausto. "Durante la ocupación alemana
-se nos informa acerca del primero-, se convirtió en lugar de muerte de
los hombres de todas las naciones encerrados en el campo de
concentración". Subrayado nuestro. "El desarrollo de la cultura judía en
Kazimierz fue sofocado por la Segunda Guerra Mundial", se dice del
barrio, aun cuando en este punto haya menciones sueltas al holocausto y
a Spielberg. El débil reconocimiento de lo ocurrido, y de los sujetos
activos y pasivos del genocidio afecta al propio campo de Auschwitz. La
suerte de contar con un buen guía en la visita me permitió entender algo
que siempre me había intrigado. Al pie del monumento conmemorativo de la
matanza, entre los dos crematorios volados por los nazis a última hora y
bajo la chimenea de piedra que preside la escultura, había una
inscripción en polaco bajo un escudo con dos espadas y en la inscripción
de la lápida destacaba una alusión a Grunvald, la batalla medieval en
que los polacos vencieron a los prusianos, una especie de Las Navas de
Tolosa que en el último siglo se ha convertido en emblema del
nacionalismo polaco más reaccionario. La traducción del guía me lo
confirmó: en pleno auge del comunismo nacionalista y antisemita, en
1967, no se les había ocurrido a los gobernantes estalinianos nada mejor
que sepultar el holocausto bajo un canto a los héroes de Polonia.
La transición democrática no mejoró las cosas, siempre en detrimento de
la memoria judía. Al lado del campo fue construido un convento de
carmelitas, con madre superiora antisemita incluida, y la visita del
Papa Wojtyla en 1989 sirvió para colocar una gran cruz, que al provocar
protestas resultó envuelta en un bosque de cruces menores, hoy
desaparecidas. La católica Polonia debía presidir la lista de naciones
que sufrieron la persecución nazi, con los judíos privados de todo
protagonismo. Muchos polacos ayudaron a los judíos en tiempos del
nazismo, pero fueron más los adeptos del antisemitismo, hasta el punto
de registrarse pogromos después de 1945. Incluso un cineasta tan
sensible al tema de la persecución judía, como Andrzej Wajda en
Paisaje después de una batalla y en Korczak, no dejó de
ofrecer la visión caricaturesca del judío torpe y avaro en La tierra
de la gran promesa.
La incomprensión dura hasta hoy en esa Polonia donde surgen los últimos
defensores del franquismo, a pesar de que un mínimo ejercicio de
ponderación hubiera mostrado la per
-fecta compatibilidad entre el respeto a los casi cien mil polacos
asesinados en Auschwitz y el reconocimiento de que el millón de judíos
exterminados lo fueron en el marco de un plan de eliminación definitiva
de la raza judía. Ninguna de las dos partes puede ser olvidada, ni
sumergida en la referencia general a unas naciones sin nombre, y la
memoria ha de construirse teniendo en cuenta la jerarquía que
trágicamente pone en primer plano el exterminio de los judíos europeos.
Estas consideraciones pueden ser aplicadas perfectamente a la
conmemoración ahora en curso entre nosotros de la guerra civil y de la
Segunda República. Resulta lógico que en una democracia restaurada el
quinquenio republicano sea rescatado como principal antecedente y que
sean realizados los esfuerzos necesarios para que no caiga en olvido la
dictadura franquista, en un primer paso para su rehabilitación. Conviene
insistir una y otra vez en que la crisis española no es un fenómeno
aislado en una Europa presidida por el ascenso de los fascismos, y los
consiguientes preliminares de la Segunda Guerra Mundial. También
recordar el gran esfuerzo reformador del primer bienio, así como la
intensa participación de los intelectuales que adquieren un peso
creciente desde su entrada en escena a fines del siglo XIX. De ahí a una
visión idealizada hay sólo un paso que no conviene franquear. La
República sufrió un prolongado proceso de damnatio memoriae, de
destrucción de la memoria bajo el franquismo, mantenido por razones
tácticas durante la transición, y ahora corre el riesgo de que entre en
juego una construcción oficial de la memoria, selectiva y tal vez
manipuladora, con realces y supresiones, en el lugar que debiera ocupar
por sí sola la historia elaborada por los investigadores. Las
deformaciones propias de esa fábrica de la memoria pueden ya
vislumbrarse, por ejemplo en la imagen del socialismo, con la permanente
exaltación de un hombre de gran valor moral, pero mediocre como
político, Julián Besteiro, al que ahora se suma en el vértice Juan
Negrín, mientras sigue en la sombra Indalecio Prieto.
Hacen falta análisis y, a la hora de conjugarlos, ponderación. Tal y
como hubiera sido preciso al forjar la memoria de Auschwitz, entre
polacos y judíos. El desequilibrio va a parar al fraude. No resulta
lícito evocar el holocausto en La lista de Schindler y dar una
visión dulce del militarismo japonés en El imperio del sol.
Tampoco desde una perspectiva de gobernante conferir una importancia
capital a un antepasado que Franco hiciera matar y olvidar el genocidio
armenio al crear lazos con Turquía. Este criterio es de particular
aplicación al tema de las víctimas de la guerra civil. La necesaria
recuperación de la terrible imagen de los miles y miles de fusilamientos
de republicanos por los sublevados ha hecho posible una reevaluación del
régimen de Franco como dictadura homicida, lejos del "autoritarismo"
patentado por Juan Linz. Pero ha llegado el tiempo de integrar la imagen
de la otra represión, sin disneylandias revolucionarias a lo Tierra y
libertad, reconociendo la oposición a esas muertes y la denuncia de
figuras del republicanismo, de Azaña a Juan Peiró, pero también sin
olvidar que los datos de Ian Gibson y la documentación de Moscú sugieren
que Paracuellos lleva la imagen de marca leninista y con toda
probabilidad, la responsabilidad del mandamás de la Internacional
Comunista en España, el ítalo-argentino Victorio Codovila. Es la otra
cara de la defensa de Madrid y de las Brigadas Internacionales. Para un
demócrata de hoy, esos muertos deben ser también nuestros muertos.
En definitiva, tal exigencia concierne asimismo al tema inmediato de las
víctimas del terrorismo en el País Vasco. El reconocimiento de su
tragedia, del dolor de sus familiares, las compensaciones económicas, el
deber moral de darles voz en el proceso de paz, son cosas importantes,
pero todo ello será insuficiente si en la sociedad vasca no queda
fijado, de la historia a la memoria, el conjunto de causas y de
responsabilidades que convirtieron en criminales a tantos jóvenes
nacionalistas. Y de paso que convirtieron en más de una ocasión al
Estado en organizador de su propio terrorismo. Tarea imposible, se dirá,
subordinada al prioritario logro de "la paz". Sin abordarla, no
obstante, el objetivo de reconciliación efectiva entre los vascos mal
puede ser alcanzado, con la perspectiva de una historia interminable de
recelos y enfrentamientos, al modo de los que aún hoy separan a judíos y
a polacos.
EL PAÍS - España - 21-07-2006 |