La sombra de Franco es alargada
JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN |
Sus fieles seguidores le guardan y tributan
veneración y respeto. Esgrimen y ondean con orgullo sus símbolos y sus
banderas, compartiendo sin fisuras el rechazo permanente que el
personaje tuvo hacia la democracia y los partidos políticos.
Difícilmente toleran que se le coloque en el museo de los más crueles y
sanguinarios dictadores, al lado de Hitler o del recién fallecido
Pinochet.
Los dictadores no tienen amparo en la posible
prescripción de sus crímenes. Para ellos el tiempo no es el olvido. Un
golpe de Estado contra la democracia es un hecho histórico pero nunca
será un acto legítimo.
Siguiendo los debates que se han abierto sobre la
necesidad de cerrar una época negra y trágica de España nos encontramos
ante una realidad que, por encima de opiniones e interpretaciones de la
historia, nos demuestra que Franco no ha muerto.
Está presente en estatuas, avenidas, calles y
fundaciones legalmente constituidas. Su nacional catolicismo, única
estrategia política que hábilmente mantuvo hasta su muerte, se ha
perpetuado en la cúpula del Episcopado.
Una de sus máximas favoritas sostenía que los
ciudadanos españoles, presos de sus demonios familiares, no estaban
preparados para la democracia. Ahora que hemos superado nuestra
"impericia" para vivir en democracia, ha llegado el momento de rescatar
el valor superior de la justicia para los que murieron o vivieron
sojuzgados durante la larga dictadura. De nuevo nos encontramos con los
demonios familiares encarnados, esta vez, en algunos demócratas y, por
supuesto, en los hijos espirituales y nostálgicos de aquellas gloriosas
gestas que, según el derecho internacional de las sociedades y países
civilizados, no son otra cosa que crímenes contra la humanidad.
Negarse a la anulación de los Consejos de Guerra
sumarísimos con el pretexto leguleyo de que afectaría a la seguridad
jurídica o la manipulación de la doctrina del Tribunal Constitucional
sobre la retroactividad de los derechos fundamentales, llena de
perplejidad a muchos juristas. Todavía no he conseguido hacérselo
entender a muchos colegas latinoamericanos que admiran la decisión con
la que España aplicó el principio de justicia universal, persiguiendo a
dictadores con el beneplácito y la admiración de la comunidad
internacional.
No voy a perder el tiempo argumentando, una vez
más, sobre la razón legal que nos asiste a los que mantenemos la
posibilidad de su anulación. Sólo diré que la vergonzante propuesta de
ley cuya tramitación se inicia, llega hasta el extremo insólito de vedar
la publicación de los nombres de las personas que han intervenido en la
comisión de hechos que el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo han
condenado como crímenes contra la humanidad.
Los más ilustrados de los grupos de opinión que no
comparten la revisión legal del franquismo han acuñado una frase que
aplican al presidente del Gobierno, al que acusan de "sectarismo
revisionista". Seguramente no han leído la ley que propone, ni les
interesa.
Algunos clasifican las dictaduras como los vinos.
Incuestionablemente nuestra dictadura pertenece, por su duración, a la
gran clase de la vinicultura y seguramente por ello piensan que no
conviene mover la botella no vaya a ser que el preciado liquido se
deteriore.
Las dictaduras chilena, uruguaya y argentina, al
parecer, no alcanzan esta condición. Sus comportamientos fueron calcados
de la ilustre marca que les ofrecía España. Suspensión de sindicatos,
disolución de partidos políticos, del Congreso de los Diputados y de las
Cortes Supremas de Justicia. La experiencia histórica y el buen consejo
de Henry Kissinger les evitó caer en el enojoso trámite de articular
consejos de guerra o cortes marciales que, con métodos expeditivos,
encadenasen sentencias de muerte para los subversivos. La solución del
exterminio la compartieron con los golpistas españoles, pero se
olvidaron de trabas documentales y se dedicaron a chupar
personas, torturarlas y hacerlas desaparecer de las más distintas y
crueles maneras. Sus crímenes, iguales que los de la dictadura española,
fueron juzgados. Pero la situación de inestabilidad obligó a dictar
claudicantes leyes de obediencia debida o punto final.
La Corte Suprema argentina anuló éstas. Muchos
asesinos tuvieron que sentarse en los tribunales y ser juzgados con el
máximo respeto y protección de sus garantías democráticas. Pinochet era
un delincuente político y económico que vivió envuelto en la ignominia
de haber asesinado, y además robado el dinero público. Bordaberry, el
presidente uruguayo que se prestó a dar cobertura al golpe militar,
acaba de ser detenido y va a ser juzgado.
En España, a setenta años del golpe militar que dio
paso a casi cuarenta años de dictadura, muchos piensan que los
asesinatos "legales y selectivos", las torturas que sufrieron infinidad
de ciudadanos y el miedo de los supervivientes fueron incidencias del
pasado que debemos olvidar.
Un político uruguayo, cuya dictadura es la última
de la lista, nos recuerda que la historia sólo es historia cuando es
completa, cuando no tiene espacios vacíos y cuando las
responsabilidades, los méritos, las tendencias, los aciertos y los
errores ocupan su sitio.
En esta España marcada por cuarenta años de
fascismo, sólo cabe descubrir a los muertos y enterrarlos de nuevo.
Recuperar la dignidad que les llevó a oponerse a la barbarie de un golpe
militar no merece el esfuerzo de aplicar las normas del derecho
internacional de los derechos humanos. La conclusión es clara, los
españoles durante los años de la dictadura no teníamos derechos humanos,
sólo éramos súbditos y además extraterrestres. Los redactores del texto
de la ley, conocida simplificadamente como de la memoria histórica,
no han leído, con rigor jurídico, ni las leyes alemanas de
desnazificación, ni la doctrina que emana del Tribunal Supremo
estadounidense cuando ha llegado a sus manos el primer caso de los
zombies naranjas que deambulan por Guantánamo.
Si no hay espacio político para la razón es mejor
que se aparque la ley y la nefasta idea de borrar el pasado con
certificados de buena conducta, si es que los cinco hombres sabios
deciden que concurren los requisitos legales.
José Antonio Martín Pallín
es magistrado emérito del Tribunal Supremo.
PAÍS - 19-12-2006 |