No tiene mucha importancia, la verdad, que un colegio
público suprima el festival de Navidad, como tampoco debería tenerla el
hecho de que en otros colegios públicos se celebren todo tipo de fiestas
religiosas en homenaje a los patronos y vírgenes de la localidad. Son
manifestaciones externas de un problema irresuelto por la democracia en
España, que lo vamos a tener con nosotros durante muchos años. La
enseñanza de la religión, católica o de cualquier otro credo, no debería
impartirse en las escuelas. La intolerancia no está en el supuesto
laicismo del Gobierno o de algunos ciudadanos, sino en un sistema de
enseñanza concertada que condena a las escuelas públicas a un creciente
deterioro casi insalvable. Ni siquiera tienen la libertad de suprimir,
sin bronca, un festival de Navidad. Al final, son más importantes los
villancicos que la calidad de la enseñanza, la disciplina en las aulas o
lo que aprenden los alumnos en las asignaturas de lengua, matemáticas o
historia. Y lo que le preocupa a la Iglesia católica no es si la
enseñanza pública va bien o mal, sino los "síntomas de menosprecio e
intolerancia en relación con la presencia de los signos religiosos en
los centros públicos", según puede leerse en la pastoral
"Consideraciones morales ante la situación actual de España".
Una broma parece también que la Iglesia acuse al
Gobierno, a los izquierdistas y a los historiadores todavía pagados con
el oro de Moscú, de "abrir viejas heridas de la Guerra Civil". Lo que se
debate es la historia, que se conoce bastante bien, por cierto, y lo que
todavía queda por resolver, entre otras cosas, es el reconocimiento
moral a los miles de republicanos asesinados sin registrar, que nunca
tuvieron ni tumbas conocidas ni placas conmemorativas. La Iglesia sabe,
porque las pruebas son incontestables, que apoyó y bendijo aquella
masacre. Lo puede reconocer, y hacer un gesto público y definitivo, o
seguir refugiándose en su condición de víctima, recordando a sus también
miles de mártires. Si nos atenemos a las diversas declaraciones que sus
obispos han realizado en este año de recuerdo y conmemoraciones, ellos
no tienen ningún problema con el pasado. Ni con el de la guerra que la
Iglesia convirtió en santa y justa ni con el de la larga dictadura que
legitimó. Son otros quienes abren las heridas ya cicatrizadas.
Eso es lo que piensa también el cardenal Antonio
Cañizares, arzobispo de Toledo y primado de España, abanderado de la
cruzada contra el laicismo del Gobierno socialista y recién elegido
académico de la historia. El cardenal cree que la recuperación de la
memoria histórica, que dirige y manipula Zapatero, resulta peligrosa por
"remover" el pasado y porque la Guerra Civil la causó, ya se sabe, la
Segunda República y su proyecto reformista y laico, sobre el que la
"objetividad histórica" ya ha dejado claro su veredicto: fue un
"fracaso".
Conozco perfectamente esa "objetividad histórica" a
la que se refiere el nuevo académico. Es la que propagaron los
vencedores de la guerra, amos y señores de la historia durante la
dictadura de Franco, y la que vocean ahora los nuevos propagandistas,
periodistas y falsos historiadores desde la emisora de radio de los
propios obispos. No es eso, sin embargo, lo que se escucha en los
congresos de historia a los que acuden los mejores profesionales y
especialistas, en las aulas de las mejores universidades del mundo o lo
que puede leerse en las revistas científicas. Para nosotros, los
historiadores, la República, la Guerra Civil y la dictadura de Franco
son objeto de investigación y estudio, donde tenemos que demostrar
fidelidad con las fuentes y rigor con las interpretaciones, que podemos
y debemos discutir y debatir. Y las opiniones, personales o políticas,
las dejamos para otros foros. El cardenal Antonio Cañizares puede ser un
perfecto académico, que para eso está la Real Academia de la Historia,
para que se sienten allí los mejores, pero debería informarse mejor
sobre lo que la mayoría de los historiadores especialistas han escrito
en las últimas décadas sobre la República y la Guerra Civil y saber
separar, ahora que ya es académico, el conocimiento histórico de la
moral y de la política.
Sorprende, en fin, a la luz de esas tres noticias,
que la religión y la libertad sigan todavía en España direcciones tan
opuestas. Las declaraciones de los representantes de la Iglesia Católica
en los dos años y medio del Gobierno de Zapatero podrían recopilarse en
un manual de cómo utilizar el engaño y la propaganda para auxilio
espiritual y material de la derecha política. La Iglesia despliega toda
su infantería y la pone al servicio del Partido Popular. El objetivo:
echar a Zapatero, a los socialistas y recuperar las riendas del
Gobierno. Les gusta, a la Iglesia y a la derecha española, amasar el
poder y mantenerlo. Les va de maravilla cuando lo tienen y si lo
pierden, utilizan todos los medios a su disposición, que son muchos,
para recuperarlo.
La Iglesia ha encontrado un auténtico filón en la
"intolerancia del laicismo que promueve el Gobierno". Por ahí va a
atacar una y otra vez, para defender sus privilegios, hasta que logre
derribarlo. No hace falta ser un adivino para saberlo. Basta con conocer
un poco nuestra historia más reciente, la misma que ahora se supone que
estamos removiendo.
Julián Casanova es Hans Speier Visiting
Professor en la New School for Social Research de Nueva York.