1924 – REPLICANDO A ALOMAR

Nuestro correligionario el profesor de la Escuela de Comercio de Valladolid Federico Landrove está publicando en El Socialista de Madrid una serie de interesantes artículos replicando al del muy estimado amigo nuestro Gabriel Alomar, publicado en El Día y otros periódicos de España acusando al Partido Socialista de colaborar con el actual régimen político de España.

CONTRA UNA FALACIA

I

En un periódico provinciano –en “El Norte de Castilla”, de Valladolid, que es la gaceta política del señor Alba- publica nuestro admirado Gabriel Alomar un bellísimo artículo enderezado a examinar la conducta de las organizaciones liberales españolas ante el régimen de fuerza que gobierna España desde el 13 de septiembre de 1923. De ese examen resulta lo que sigue: el silencio de las huestes llamadas liberales fue –son las palabras del escritor- un sordo y lastimoso colaboracionismo”; el republicanismo español “ha dejado de ser una fuerza homogénea y coherente”; el Socialismo incurrió en estos tres pecados: primero, en atender más a la eficacia práctica que a la ineludible “aura moral”, difundida por los actos públicos, tolerando “la relación de señor Llaneza con el Poder desde fines del pasado año”; segundo, en reconocer y legitimar el nuevo Poder aceptando los cargos concejiles a condición de que los que habían de ocuparlos fuesen designados por los organismos del Partido: tercero, en autorizar la entrada del señor Largo Caballero en el Consejo de Estado, que envuelve, dice el señor Alomar, “una colaboración inequívoca y la recepción de un honor conferido por manos del Poder”.

He aquí resumidos con toda lealtad los tres argumentos cardinales que esgrime el señor Alomar contra la conducta política del Partido Socialista. Los tres, como habrá advertido el lector, están recogidos del ambiente, andan de boca en boca por las tertulias de todos los Casinos, y vale la pena de que los hombres de la calle nos dediquemos a examinarlos.

Lo primero que debemos preguntarnos frente al artículo del señor Alomar u frente a las palabras de censura de los hombres de buena fe –de los sinceros liberales que experimentan un agudo dolor ante las posibles equivocaciones del Socialismo, no de los traidorzuelos interesados que aspiran nuevamente a restaurar el falso liberalismo y el más falso constitucionalismo anteriores al 13 de septiembre- es si realmente habremos incurrido en error, si verdaderamente habremos comprometido con nuestra conducta la herencia, que Alomar califica de ineludible, de la emoción liberal española. Y este examen de conciencia a que todos venimos obligados –todos, incluso los fundadores del Partido Socialista Catalán- es elemental que ha de hacerse con absoluta sinceridad, sin el más leve prejuicio, mirando, como el Socialismo mira siempre, a toda la ciudadanía española, y no sólo a la pretendida representación social, o de clase, que encarna en el Partido Socialista.

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Y lo primera que tenemos precisión de denunciar es el error capital que informa el razonamiento del señor Alomar y de aquellos núcleos de opinión que el señor Alomar interpreta; es, a saber: que el 13 de septiembre de 1923 representa en España un línea divisoria entre un régimen liberal caído y una dictadura triunfante; que el 13 de septiembre de 1923 señala en España el término del imperio de una Constitución y el comienzo de un régimen de arbitrariedad política; que el 13 de septiembre de 1923 da por concluso el predominio del Poder civil en España e inaugura el predominio de un poder militar triunfante. Si se aceptan estos tres puntos de vista, claro está que puede construirse sobre tales fundamentos una conclusión que señale la norma de conducta a seguir por todo hombre liberal. Porque si el 13 de septiembre terminó en España el régimen liberal, el imperio de la Constitución y el predominio del Poder Civil, ¿quién duda que nuestro deber consistiría en erguirnos ante este régimen político actualmente imperante y en negarnos a toda costa, costase lo que costase, a parlamentar con los dictadores?¿Ni cómo seria posible que nosotros, hombres de profunda emoción liberal –liberales por esencia y no por accidente, liberales por socialistas y no a pesar de nuestro socialismo, como, con dolor, nos ha parecido entender en la bella prosa de nuestro Alomar-, concediéramos trato igual a los dos regímenes, al régimen de la libertad y al régimen de la dictadura?

Una conducta semejante en el Partido Socialista y en sus organizaciones filiales sería –lo declaramos sin la más leve atenuación- una conducta monstruosa. ¿Pero es que las cosas son como las supone el señor Alomar? ¿Es que este régimen imperante hoy en España es distinto del régimen imperante hasta el 13 de septiembre de 1923? ¿Es que el nominal liberalismo de los sedicentes liberales dinásticos tiene más quilates de esencia liberal que el liberalismo de la Unión Patriótica? ¿Es que cree sinceramente el señor Alomar que el señor Primo de Rivera es ni más ni menos liberal que el señor García Prieto o que el señor conde de Romanones?

Pero se dice: ¿Y la Constitución? ¿Y las libertades públicas? ¿Y las garantías individuales, conquistadas con la sangre de la España liberal? ¿Es que todo eso no es nada, no significa nada? Nosotros decimos que eso es todo, que eso lo significa todo. Nadie sabe como la clase trabajadora y como las organizaciones socialistas el valor práctico de las garantías ofrecidas por la Libertad. Mejor dicho, nadie sabe como ellas el dolor de que semejantes garantías hayan estado siempre inexistentes en España. Que se pregunte a los desgraciados trabajadores andaluces si creen que es necesaria al hombre alguna garantía de que ha de ser respetada su libertad individual. Que se pregunte a los trabajadores catalanes, cuando menos a algunos de ellos, si creen que es necesaria alguna garantía política de que el derecho a la vida ha de ser en todo momento respetado. Que se pregunte a los escritores y a los propagandistas de la izquierda, incesantemente perseguidos, procesados y condenados por delitos de opinión, si desean para su patria la libertad de pensamiento. Nadie como la clase trabajadora sabe lo que valen semejantes derechos humanos. Pero precisamente porque lo sabe, porque ha gemido bajo el peso de todas las tiranías disfrazadas de liberalismo; porque ha sentido en sus carnes el dolor de todos los latigazos; porque conoce muy de cerca y muy íntimamente toda la anticonstitucionalidad de nuestro falso régimen constitucional;  porque ha visto cómo se la privaba sistemáticamente de su legítima representación; porque ha vivido y padecido todos los caciquismos; por todo eso, la clase trabajadora y el Partido Socialista han aprendido que en España, cuando menos desde la Restauración, no ha regido jamás el Código Constitucional; que en España, cuando menos desde la Restauración, no hubo otra cosa que el imperio del Pacto del Pardo, esto es, el pacífico y monstruoso y antiliberal turno de los apetitos y de los partidos.

Hay en la historia de estos últimos años una fecha que dice más a favor de nuestro punto de vista que todas las palabras: 1917. En esa fecha quedó desde muy antiguo, el liberalismo dinástico español. Y dentro del liberalismo dinástico, por obra de su voluntad, el reformismo; que todavía no ha tenido alientos para decir –sin perjuicio de que ciertos reformistas propalen por ahí, interesadamente; claro es, el supuesto colaboracionismo socialista –si, como dice el señor Alomar, vuelve a sus antiguos campamentos republicanos o continúa sirviendo a la reacción. Bien entendido que este último servicio no tiene, meramente un carácter de abstención en la defensa de los principios liberales, sino el de una acción directa e inmediata de ciertos reformistas en las Corporaciones públicas sin que el partido haya desautorizado públicamente esa colaboración.

No es cierto, por consecuencia, como propalan los agentes interesados, pero emboscados, del abyecto régimen caído –y me anticipo a decir, como cumple a mi honradez, que en esto no hay ni la más remota alusión al señor Alomar, cuya pureza de intención y exquisita sensibilidad he admirado siempre, siquiera hoy le crea ofuscado –que el Partido Socialista se haya encontrado frente a este problema: el de optar entre un régimen liberal y otro régimen dictatorial, entre el imperio de la Constitución y el imperio de la arbitrariedad. Si así hubiera sido, muy otra hubiera sido también –estoy bien seguro de ello- la conducta y la actitud de la clase trabajadora organizada. Pero como lo cierto es que el régimen caído no era otra cosa –como un día dijo Unamuno de los jesuitas- que una gendarmería moral en obsequio de la reacción más vergonzosa, el Socialismo ha creído, y cree; primero, que en España no ha existido, desde la Restauración cuando menos, una política dinástica digna del calificativo de liberal; segundo, que, en todo caso, se ha sustituido una dictadura por otra dictadura; tercero, que la Constitución no ha regido jamás en España, por lo menos en su título I; cuarto, que en España no ha habido, en estos últimos cincuenta años, un Gobierno que fuese la legítima representación del Poder civil. Pero esto requiere alguna explicación que lo justifique en un próximo artículo.

CONTRA UNA FALACIA

II

Es ya tradicional en España la mediatización del Poder civil por ciertos, poderes subalternos que conviven en el Estado y que imponen a los órganos del mismo unas normas que están en pugna con los derechos soberanos de la nación. Uno de esos poderes es la Iglesia. Aquella imposición de normas constituye el problema clerical.

Vengamos al más reciente acto de clericalismo registrado en España. Estaba en el Poder la concentración liberal. En el programa de la concentración liberal figuraba la reforma, o aclaración, o ampliación del artículo 11 del Código constitucional. Pero fue suficiente que los prelados españoles, a excitación del arzobispo de Zaragoza, fulminasen una condenación contra tales propósitos reformistas de nuestra tradición intolerante para que la concentración liberal borrase de su programa la efectividad de la libertad de conciencia.

Aparte de que este hecho es la prueba más elocuente del falso liberalismo de los elementos liberales dinásticos, demuestra que eso de la supremacía del Poder civil ha venido siendo una frase vana, y que cualquier obispo ha tenido siempre fuerza sobrada para someter a los Gobiernos españoles a las conveniencias y hasta a los caprichos de la Iglesia de Roma.

¡Supremacía del Poder civil en una nación como la nuestra, sometida y regida y gobernada por la Iglesia! ¡Supremacía del Poder civil en una nación como la nuestra, donde los liberales, la concentración liberal arrojada del Poder el 13 de septiembre, sostienen la vigencia de los tres primeros artículos del Concordato de 1851 y, por consecuencia, de sus parejos de la ley de Instrucción pública de 1857!

Porque conviene que se sepa y que se divulgue –ya que la repetición del argumento de la “legalidad” viene causando cierta impresión enervante en los corazones liberales –que no es cierto que el Concordato de 1851 sea el escollo que impide moverse con arreglo a sus convicciones a una política sinceramente liberal. No es cierto, en resumen, que el Concordato de 1851 sea el escollo que impide moverse con arreglo a sus convicciones a una política sinceramente liberal. No es cierto, en resumen, que el Concordato de 1851 sea, como viene diciendo, una ley del reino cuyos preceptos sea necesario respetar en tanto no se deroguen. Con semejante argumento empelado de mala fe, claro es, porque no cabe suponer que los jefes liberales ignoren lo que los hombres modestos sabemos –se ha querido ocultar la falta de emoción liberal y se ha querido prolongar la mediatización del Poder civil en España.

Y permítasenos, para que nuestras afirmaciones no puedan parecer gratuitas, una ligera documentación de las mismas. Al presentar es somera documentación esperamos que nuestros lectores tengan una sensación precisa del liberalismo de esos liberales con los que ciertas gentes pretenden solidarizarnos so pretexto de que representan nada menos que la supremacía del Poder civil.

Preguntémonos, en primer término,  qué pensaron sobre las intromisiones de la Iglesia en la vida civil los autores de la Constitución de 1876; qué pensaron sobre esos problemas los autores del artículo 11 de la misma; qué pensaron sobre la compatibilidad o incompatibilidad de los preceptos contenidos en el Concordato con la legalidad de aquel momento todos los partidos políticos que en la Cámara representaban, de izquierda a derecha, el pensamiento político y religioso de la nación. Y lo que encontramos es esto:

Ocho enmiendas se presentaron por los diferentes partidos políticos, i mejor, por los diferentes matices de los partidos representados en el Congreso, el artículo 11 de la Constitución. De esas ocho enmiendas, cinco representaban el pensamiento de las extremas derechas. En estas cinco se defendía el espíritu de la Constitución de 1845. Esas cinco e fundaban y se razonaban diciendo que la aprobación del artículo 11 alternaba sustancialmente los preceptos del Concordato de 1851. La más expresiva de aquellas ocho enmiendas decía así: “Los diputados que suscriben tienen el honor de pedir al Congreso que se suprima el artículo 11 del proyecto de Constitución presentado por el Gobierno de su majestad y aceptado por la Comisión; y atendiendo a que el Concordato de 1851 no debe ser alterado en ninguna de sus importantes prescripciones sin que se acuerde entre ambas potestades lo más justo y conveniente, proponen que mientras estos suceda se sustituya el referido artículo 11 también de la Constitución de 1845, que dice así: “La religión de la nación española es la católica, apostólica, romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros,”

Alrededor de esta enmienda, defendida por su primer firmante, don Fernando Álvarez, giró todo el interés de la discusión parlamentaria durante muchos días. Nadie defiende en el Parlamento a vigencia de los tres primeros artículos del Concordato de 1851. Lo que en realidad se pide por las derechas es “que se restablezca su vigencia “; que se retrotraigan las cosas al estado en que se hallaban antes del huracán de la revolución; que la Constitución del Estado afirme de nuevo el principio de la unidad religiosa en España. Y para documentar esta afirmación de que las derechas exigían lo que decimos y estaban persuadidas de que el Concordato se hallaba, de hecho, derogado, recordemos un episodio de aquellas ardorosas polémicas.

Se discutía la enmienda más arriba reproducida, elegida por las extremas derechas para dar la batalla a los propósitos, que estimaban revolucionarios, del señor Cánovas del Castillo. Oponiase éste a que la Cámara aceptase los argumentos expuestos por el señor Álvarez en un discurso de tonos extremadamente reaccionarios, y fundamentando su oposición a todo lo que significase -¡qué lección para nuestros liberales dinásticos!- limitación de las facultades soberanas del Parlamento en un problema que Cánovas estimaba de Derecho público y no aceptaba, por tanto, como materia concordable, decía: “Pero ocurrió la proclamación del rey don Alfonso XII, y el señor Álvarez ha recordado hoy una cosa que es enteramente exacta, tan exacta como todo lo que su señoría dice de ciencia propia; su señoría ha recordado que yo le llamé en Buenavista y le rogué que me hiciera el honor de acompañarme en el Ministerio que en aquel instante estaba formando. El motivo de no haber aceptado entonces su señoría el Poder fue porque su señoría exigió que publicáramos al día siguiente en la “Gaceta” el Concordato. (El señor Álvarez: No el Concordato, sino la manifestación de que estaba en vigor.) Y de todos modos otras personas pretendían que se publicara el Concordato mismo en la “Gaceta” al día siguiente .. El Gobierno dijo entonces que no …”

¿Se quiere una demostración más concluyente de que los elementos que defendían con más calor los intereses de la Iglesia; los elementos que actuaban en las Cortes como mandatarios de la Iglesia, como mandatarios de Roma, tenían la convicción íntima de que, en efecto, la legalidad vigente en 1851 había sido barrida por el viento de la revolución? Si el Concordato estaba vigente, ¿en nombre de qué razones se exigía del señor Cánovas del Castillo, al día siguiente de la Restauración, que se hiciera pública por el Gobierno, en las columnas de la “Gaceta”, la manifestación de que el Concordato estaba en vigor? Y la rotunda negativa del señor Cánovas del Castillo a plegarse a esa exigencia de las derechas, ¿qué significaba? Pues significaba dos cosas que vamos a esbozar, pero que, con vagar y con especio, podrían ser objeto de copiosa documentación; una, que Cánovas estimaba también derogados ciertos preceptos del Concordato, y defendiendo la soberanía nacional sostenía que “el Gobierno no debía tratar sobre este asunto con la Santa Sede, y “no ha tratado ni tiene para qué tratar cuestiones de tolerancia”; otra, que Cánovas sostenía, y probaba, incluso documentalmente, que aún cuando estuviese vigente el Concordato, el artículo 1º “carecía en absoluto de valor” y que tenía “pruebas auténticas para demostrar que en ningún momento se ha creído una cosa semejante (la de que la tolerancia religiosa estuviese fuera de los compromisos adquiridos por el Concordato) hasta ahora”.

Y lo propio que Cánovas, si bien por motivos diferentes y en ocasiones opuestos, sostiene todos los que intervienen en la discusión del artículo 11. No ya los hombres que representan el espíritu liberal, para los cuales continuaba vigente la Constitución de 1869, sino hombres como Pidal, como Álvarez, como Moyano, como Silvela, como Balañero, como Perier, como el marqués de Vallejo, reconocen que la aprobación del artículo 11 implica “la anulación” de los preceptos de los tres primeros artículos del Concordato. Un estudio detenido de la cuestión prueba la existencia de una unanimidad absoluta sobre el caso. La diferencia está en que los elementos liberales afirman que han sido derogados por la revolución, en tanto los elementos clericales anuncian que quedarán derogados por el artículo 11 de nuestro Código político. Para un español de nuestro tiempo, tanto monta la uno como lo otro. Pero lo que colma la medida, lo que hace ver clara e indiscutible la farsa liberal, es la declaración terminante, oficial y solemne de la “propia” Iglesia católica reconociendo que el artículo 11 de la Constitución anula la parte correspondiente del Concordato. El día 4 de marzo de 1876, el papa Pío IX había dicho en un Breve, que fue leído, como último argumento de los reaccionarios, por el señor Moyano ante el Congreso, lo que sigue:

“Y declaramos que dicho artículo 11 que se pretende proponer como ley del remo y en el que se intenta dar poder y fuerza de Derecho público a la tolerancia de cualquier culto no católico, cualesquiera que sean las palabras y la forma en que se proponga, viola del todo derechos de la verdad y de la religión católica; ANULA contra toda justicia EL CONCORDATO establecido entre esta Santa Sede y el Gobierno español en la parte más noble y preciosa que dicho Concordato contiene; hace responsable al Estado mismo de tan grave atentado, etc.”

No obstante esta declaración amenazadora de Pío IX, el Parlamento aprobó el artículo 11 de la Constitución. Mejor o peor, aquellas Cortes de la Restauración velaron por la supremacía del Poder Civil, y el jefe de un partido conservador y reaccionario se negaba terminantemente a compartir la soberanía nacional con un poder extraño. Fue menester que el falso liberalismo de los liberales dinásticos rompiese aquella digna conducta para plegarse, no ya al Breve de un pontífice, sino a la simple amenaza de un prelado que conminaba a la concentración con aconsejar a los electores que no votasen a los candidatos del Gobierno.

¿Es acaso en nombre de esos liberales en el que se nos habla a nosotros de la supremacía del Poder civil? ¿O será de la otra tradicional mediatización de la que ahora se quiere ponernos a cubierto? Ha de permitírsenos, en todo caso, que lo examinemos.

Federico Landrove

CONTRA UNA FALACIA

III

Creo que el lector habrá podido adquirir la convicción de que el liberalismo dinástico no ha sabido jamás adoptar una actitud de dignidad frente a las mediatizaciones de pode realizadas por los representantes de la Iglesia. Espero que el lector habrá de darse cuenta también de cuanto ha venido ocurriendo con la influencia del Poder militar en la política de nuestros Gobiernos. Dejemos a un lado el problema de si esa influencia se justifica o no se justifica por la conducta de desaciertos, de abusos y de corrupción seguida por el aparente Poder civil que regía la política española. Lo que nadie podrá negar es que existe una fecha a partir de la cual aquella influencia adquiere su máxima intensidad. Esa fecha es la de 1917. Hasta entonces quizá fuera posible el intento de demostrar que el Poder civil ha ejercitado en España la plenitud de su soberanía. Aceptar que sea posible el intento de semejante demostración no significa que estemos conformes con el enunciado punto de vista. Pero desde 1917 no creemos que haya nadie tan insensato que pretenda demostrar lo que es a todas luces indemostrable. No el propio conde Romanones –que con su singular y acreditada audacia acomete la temeraria empresa de atribuir a virtudes cardinales del antiguo régimen el menguado progreso español logrado en los últimos cincuenta años –se atreve a disentir del unánime juicio sobre el caso. “La mayor responsabilidad de los hombres políticos –dice en su último libro “Las responsabilidades del antiguo régimen”- que han gobernado en estos últimos tiempos ha sido gobernar cuando no debieran haber gobernado” ¿Qué significa esta íntima y expresiva reconvención que no sea el reconocimiento pleno de que sobre el Gobierno aparente de España gravitaba una fuerza subalterna y de que la función de gobernar estaba también, en este respecto como en el religioso, mediatizada?

Dejémonos de equívocos y de falacias. Nosotros no entendemos, como interesada o desinteresadamente entienden ciertos liberales de chicha y nabo, que lo que caracteriza a un Gobierno sea la naturaleza del traje que visten los ministros. Con el traje de americana ha habido en España Gobiernos de un clericalismo tan subido que no pudieran aventajarles nueve curas elegidos entre los más cerriles. Entre la política de un señor Silió y la del hombre que rige la República austriaca media un abismo. El señor La Cierva, en el ministerio de la Guerra, ha sido mucho más peligroso y mucho más militarista que nadie. Nueve ministros pueden representar, por muy hombres civiles que sean –queremos decir aún cuando vista con el traje propio de la civilidad-, el máximo militarismo, la máxima dictadura política. Y este ha sido, para desventura nuestra, el más agudo problema político de España: el que aquí no ha habido jamás –nos referimos a lo que va de siglo- una política civil plenamente soberana. A cada político español –y mucho más si ese político se puso el mote de liberal- se le han visto siempre los hábitos de cura de aldea y el chafarote militar.

Dejémonos, por consecuencia, de equívocos y de falacias. Eso que fue barrido de la gobernación del Estado, ni era liberalismo, ni era Poder Civil, no era representación legítima de una voluntad nacional, ni representaba nada vivo ni nada digno de vivir. Era sencillamente una inmensa “clientela”, entendida esta palabra en su recto y peculiar sentido histórico, esto es, como el concierto voluntario entre los que, sintiéndose débiles o perezosos, ofrecían su adhesión y su lealtad a los personajes  a cambio de la protección y reparto periódico de mercedes. Muchas de las alarmas que la situación actual provoca en ciertas gentes que jamás han sido liberales, ni han favorecido ninguna empresa liberal, ni siquiera ofrecían el mínimo apoyo de su voto en día de elecciones a los candidatos liberales, pero que ahora no duermen ni descansan pensando nada menos que en la supremacía del Poder civil y en la urgencia de que se restablezca la normalidad constitucional, es decir, el régimen de suspensión de garantías, pero contra los trabajadores, no contra las clientelas: muchas de esas alarmas, decimos reconocen como único origen, no una emoción liberal, no una repugnancia por la dictadura, no un sincero dolor por las libertades perdidas, sino meramente la molestia que ocasiona a los interesados la momentánea perturbación en las pacíficas relaciones de la “clientela”. Y lo que se pretende restaurar –por esas gentes tan alarmadas y tan súbitamente devoradas por el fuego liberal –no es ni el imperio de la Constitución, ni la soberanía del Poder civil, ni el ejercicio de las libertades públicas. Lo que se pretende restaurar es el concierto básico de la “clientela”, hacer posible de nuevo el usufructo de España en beneficio exclusivo de los clientes. Ofreciérase la probabilidad de que un movimiento militar análogo al del 13 de septiembre restaurase la cosas al estado en que se hallaban antes de esa fecha, y ya veríamos quines imitaban a la clase trabajadora en su actitud de oposición a la nueva dictadura. Y es que en el fondo de todo esto lo que palpita es el deseo de adueñarse nuevamente del Poder. Todo lo demás son palabras, según nos enseña la experiencia de 1917. Pero, por fortuna, la clase trabajadora se ha dado cuenta de la maniobra y no está dispuesta a repetir muy amargas e inolvidables experiencias.

Ha pcos días hablaba Saborit, en Asturias, a los obreros del Concejo de Labiana. Y al ocuparse de las injustas censuras que los elementos interesados en restaurar el abyecto régimen caído dirigen al Partido Socialista por no prestarse a hacerles el juego, decía: “¿Se quería que el Partido Socialista resolviera los problemas políticos actuales? Pues eso no tenemos fuerza para hacerlo, ni lo haríamos si prevaleciera mi opinión, porque el 17 fue sacrificado el proletariado, y muchos que hoy se lamentan por sus egoísmos, personales heridos “fueron policías honorarios de aquella fecha”. Los trabajadores de Labiana respondieron con una ovación. Esa ovación demuestra que la clase trabajadora se ha dado cuenta exacta de cómo está planteado en estos momentos el problema liberal español. Cuando menos, el proletariado tiene buena memoria.

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No creo que ninguna persona de buena fe –y mucho menos un hombre como el señor Alomar- entienda que el deber del Partido Socialista y de la clase trabajadora organizada consista en solidarizarse con el régimen caído y en prestar el esfuerzo cruento de sus muchas o pocas organizaciones para restaurarlo. No creo que nadie que se precie de liberal incurra en semejante insensatez. Pero era preciso recoger todas las insidias y todas las calumnias que ruedan desde ha un año por las tertulias de los Casinos provincianos. Era preciso salir al paso de todo eso y denunciarlo cara a cara ante la clase trabajadora- Era indispensable deshacer todos los equívocos, responder a todas las falacias –sea el que sea el juicio que merezcan nuestras palabras –y decir, como decimos, sin reservas mentales de ninguna clase, que el deber, a nuestro juicio, del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores consiste en hacer lo que ha hecho, esto es, en mantenerse a honesta distancia de la situación actual, en declarar que repudian “todas” las dictaduras, en afirmar que desean y piden para España la normalidad y el régimen debidos a los países libres, en mostrarse dispuestos a prestar todo el apoyo que sean capaces para el desarrollo de una política incondicionalmente liberal, venga esa política de donde venga. Pero también en decir en voz muy alta, con la misma lealtad y con la misma energía, que esperan y esperarán en vano cualquier clase de asistencia quienes pretendan meramente restaurar la política anterior al 13 de septiembre, y que esa restauración podrán hacerla los interesados en ella, sin la clase trabajadora o contra la clase trabajadora; pero que nadi podrá hacerla ni con su aquiescencia ni mucho menos con su esfuerzo.

He aquí, por consecuencia, clara y diáfana la conducta de aquellos dos organismo políticos: ni el más pequeño contacto con el Directorio militar, ni el más débil apoyo a esta dictadura, ni el menor asomo de colaboración a esta situación política y, lo que es mucho más valioso, ni la más remota complacencia ante la privación de las libertades públicas, para nadie tan perjudicial y tan humillante como para la clase trabajadora. ¡Ah! Pero también, y por los mismos motivos, esto es por amor a la Libertad, por amor al progreso político de España, ni la menor inteligencia con los que desean restaurar el anterior estado de cosas.

Sostener y practicar una conducta política igualmente distante de lo actual y de lo que se pretende restaurar es enormemente difícil para organismo de vida tan intensa y tan compleja como la Unión General de Trabajadores y el Partido Socialista Español. Porque todo lo que sea oposición “activa” a la política del Directorio resulta una colaboración con los restauradores. ¿Se quiere que la Unión y el Partido abandonen todas sus posiciones en todos los organismos del Estado? ¡Ah! Pues quien no pida eso nos pide que nos adscribamos en absoluto al pleito menudo y casero en que se ve envuelta la exconcentración liberal. Pleito menudo y pleito casero porque ya se ha visto que jamás nos dejaremos convencer de que ese pleito tiene relación siquiera sea remota, con un posible y deseable triunfo de la Libertad.

Y si alguien dijese que esta actitud facilita, por omisión, la política del Directorio militar y que resulta, de hecho, una colaboración, nosotros replicaremos dos cosas: que la actitud contraria facilitaría la causa de un régimen político abyecto, resultando otra colaboración de la misma categoría moral, y que no está a nuestro alcance romper esa relación, que no la creamos nosotros, sino que “la crean los viejos partidos con su negativa a renunciar a sus intentos restauradores”. En tanto los que se han venido llamando liberales dinásticos “no renuncien a sus propósitos de borrón y cuenta nueva”, la clase trabajadora por decencia y por amor a la libertad, tendrá que sostenerse en una línea equidistante de unas y otras aspiraciones. ¿Qué esa actitud del proletariado favorece, sin quererlo, a la dictadura? Es lamentable que así sea. Pero una muestra de que estas cosas no pueden evitarse más que por los que se obstinan en conducirse mal es que, también sin quererlo su autor, el artículo del señor Alomar resulta una colaboración con los restauradores ¡Con qué fruición ha sido leído y comentado y hasta mutilado por nuestros comunes enemgos!

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En un próximo y último artículo examinaremos las tres acusaciones concretas formuladas por el señor Alomar contra la táctica de la Unión y del Partido Socialista.

Federico Landrove

CONTRA UNA FALACIA

IV

El Partido Socialista Español y su filial la Unión General de Trabajadores son dos organismos que siguen desde muy antiguo una táctica característicamente intervencionista, y si la palabra no se prestase en España a ciertos equívocos, diríamos que esa táctica es una táctica reformista. Donde quiera que ha podido ejercerse el derecho de crítica de las actuales instituciones burguesas, allí ha hecho siempre acto de presencia el Partido Socialista Español, tanto para poner de relieve la injusticia del régimen capitalista, el descrédito de sus normas políticas y económicas, cuanto para preconizar los puntos de vista y las soluciones socialistas. Y a su vez, donde quiera que ha podido ventilarse un interés directo y peculiar de la clase trabajadora o un interés general de la sociedad española, allí ha hecho siempre acto de presencia la Unión General de Trabajadores de España.

Pero, además de esas acciones, el Partido Socialista y la Unión han ejercido otras de singular interés no sólo para la clase proletaria sino también para las demás clases sociales. Nos referimos a la actitud política, de un franco y acentuado liberalismo adoptada por ambos organismos desde hace muchos años, pero de un modo verdaderamente inequívoco desde el año 1909. El Partido Socialista y la Unión General de Trabajadores acentuaron en aquel entonces una tradicional convicción; la de que el desenvolvimiento normal de las instituciones económicas y políticas del proletariado, sobre las cuales ha de irse edificando día a día la posibilidad de conquistar el porvenir con el método socialista, exige la existencia de normas y poderes democráticos en la sociedad burguesa, y que, por consecuencia, la clase trabajadora no puede desentenderse de los problemas políticos planteados en la hora actual, ya que la solución, favorable o adversa, de esos problemas en un sentido liberal ha de traducirse en una mayor facilidad o en una resistencia pasiva al resolver los problemas privativos del proletariado. Esto parte de una razón fundamental ajena a toda clase de especiales conveniencias tácticas, pero más difícilmente comprendida por los entendimientos poco cultivados: la de que el hombre no puede en modo alguno renunciar, a menos de condenarse a una bárbara mutilación, a las posibilidades que le son ofrecidas por la libertad y por la democracia.

A eso se ha debido –y no a un torpe y ridículo prurito de comprometer a la clase trabajadora en aventuras republicanas, como se dijo calumniosamente por los elementos apolíticos de entonces- la participación en las campañas liberales del bloque de las izquierdas, primero, y en la Conjunción republicano-socialista, después. Y es curioso observar y recordar lo que entonces ocurrió. Muchos de los que hoy reprochan al Partido Socialista y a la Unión General de Trabajadores su negativa a tomar plaza por uno de los dos actuales bando beligerantes, especialmente los liberales dinásticos, que no podían sospechar que llegasen para ellos tan pronto los días de las vacas flacas, hicieron una intensa campaña de descrédito contra los elementos directivos de la Unión y del Partido Socialista. ¿Qué es eso –decían sus hombres y sus periódicos- de comprometer a la clase trabajadora en aventuras políticas, olvidando lo que debe ser, no ya primordial, sino exclusivo de la acción proletaria, es decir, el mejoramiento económico de l trabajador. Y más recientemente, cuando en 1917 el Partido Socialista y la Unión salieron a la calle para defender la libertad burguesa ¿no entendieron los liberales que estaba comprometido el orden social y se pusieron al servicio de los reaccionarios, ofreciéndose como policías honorarios para perseguir, denunciar y encarcelar a los trabajadores que defendían, no el mayor salario ni la mejor jornada, sino el imperio de la Constitución y la supremacía del Poder civil, de que ahora quieren presentarse esos liberales dinásticos como denodados defensores?

El cambio de conducta y de opinión es claro y patente. Cuando existía la Conjunción republicano-socialista, el argumento de los liberales dinásticos y de ciertos elementos apolíticos era que no debe embarcarse a la clase trabajadora en ciertas aventuras: que su papel ha de contraerse a mejorar sus condiciones económicas. Lo mismo se repite en 1917. Pero ahora se dice por los mismos sujetos que los movimientos de la clase trabajadora son movimientos egoístas; que el trabajador sólo se preocupa del jornal y de la jornada; que los elementos directivos enervan al proletariado y esterilizan la potencia combativa del mismo, que una gran responsabilidad de cuanto ocurre corresponde al Partido y a la Unión General de Trabajadores, ¿Qué revela todo esto? Pues todo esto revela que lo que se desea es un Partido Socialista de carácter doméstico, pronto siempre a servir los intereses egoístas y subalternos de ciertos partidos dinásticos, es decir, dispuesto unas veces a traicionar la libertad y otras veces a reponer en el Poder a los viejos partidos. Y además, una Unión General de Trabajadores pronta a hacer también el juego a las conveniencias de los presuntos restauradores.

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Declaro que no se me alcanza con la debida claridad el fundamento en que puede apoyarse el señor Alomar para incluir en un único e inapelable juicio tres casos tan absolutamente dispares como las supuestas concomitancias de Llaneza con el Directorio militar, la resolución relativa a los cargos representativos de elección popular y la aceptación del cargo de consejero de Estado. Desde cualquier punto de vista que se examinen esas cuestiones parece imposible incluirlas, por idénticos motivos, en una misma condenación que no sea la que gratuitamente fulmina el señor Alomar. Veamos:

La intervención de Llaneza carece en absoluto de todo carácter político. Llaneza como elemento directivo del Sindicato Minero, interviene en una gestión de carácter sindical, en un problema de trabajo, y forma parte, no en representación del Gobierno, sino en representación de los mineros, de una Comisión investigadora.

¿A qué conclusión quiere llegar en este asunto el señor Alomar? ¿Quizá  que los mineros de Almadén se resignasen a soportar sus dolores hasta que el pleito casero de los viejos partidos quede, en última y definitiva instancia, fallado? ¿Quizá a que los Sindicatos Mineros abandonen los intereses de sus asociados y les entreguen inermes a todos los atropellos patronales hasta que se sepa si van a volver o no van a volver a la gobernación del Estado español media decena de jefes de mesnada? ¿A que no se reconozca como legítimo, ni siquiera de hecho al Poder ejecutivo actual y a negarse, a examinar y resolver con él los problemas inaplazables del proletariado? Pues permítase el señor Alomar que rechace semejantes pretensiones. Con el mismo derecho, por ejemplo, que los catedráticos han continuado al frente de sus cátedras, sin que a nadie se le haya ocurrido la peregrina teoría de pensar que por eso están sirviendo los intereses políticos del Directorio; con el mismo derecho que los catedráticos han continuado al frente de sus cátedras, sin que a nadie se le haya ocurrido la peregrina teoría de pensar que por eso están sirviendo los intereses políticos del Directorio; con el mismo derecho que los catedráticos han continuado la gestión de sus intereses colectivos –económicos, de organización de la enseñanza, etc., etc,- y se han dirigido al Directorio militar en súplica de ser escuchados, y han pedido, y han nombrado Comisiones gestoras encargadas de entrevistarse con el Gobierno, y han hecho todo lo que, sin menos cabo de su personal independencia y sin hipotecar su libertad política, estimaron necesario en defensa de sus intereses comunes, con el mismo derecho los Sindicatos mineros y los elementos directivos de esos Sindicatos han continuado ejerciendo la defensa de los intereses de sus representados. Lamentar que esa intervención haya sido inaplazable, lamentar su inoportunidad, expresar el vivo deseo de que no se hubiera presentado nos parece legítimo. Pero si alguien, a sabiendas de que eso no es verdad, dijese que Llaneza se ha prestado a servir los intereses políticos de la situación actual, nosotros replicaríamos que eso es una villanía.

Esta gestión de los intereses colectivos cerca de cualquier Gobierno de hecho se ha estimado siempre lícita en todos los países, aún en las más graves ocasiones y frente a los Poderes más arbitrarios e ilegítimos. Durante los años de la invasión alemana en Francia y en Bélgica fue necesario tratar con el invasor todos los problemas del trabajo. Y ahora, en la cuenca del Ruhr y en el resto de las zonas ocupadas por Francia, por Bélgica y por Inglaterra en el territorio alemán, ¿ante quién han de llevarse las querellas en que es parte la clase trabajadora sino ante los hombres que tienen en sus manos el Poder? ¿Quién podría decir, por ejemplo, que Max, el burgomaestre de Bruselas, traicionó a su pueblo o reconoció la legitimidad del Gobierno invasor por el hecho de que  haya tenido que estar en diario contacto con él?

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Concedemos de buen grado y con toda lealtad que el caso de la participación en el gobierno de los Municipios es discutible. Son discutibles todos los problemas tácticos. Puede haber razones que aconsejen esa acción y razones que aconsejen la contraria. Pero lo que no puede permitirse que se discuta, porque el discutirlo es un agravio absolutamente inmerecido, es que al aconsejar y acordar la participación s haya hecho con reservas mentales, con deslealtad, es decir, con “habilidad” para que lo blanco parezca negro. Eso es tan gratuito como lo de decir que Llaneza colaboró con el Directorio. Y más que gratuito, obra de la mala fe.

El Partido y la Unión han tenido, para acordar lo que acordaron, las mismas razones, no otras, que informan toda su táctica intervencionista: donde se ventile un interés del proletariado o un interés general de la sociedad, allí ha de escucharse la crítica del régimen actual y la defensa del método socialista. Pero lo que planteaba el problema era esto: ¿Debe aceptarse una representación que no es conferida por le legítima voluntad de los pueblos? ¿Debe, por el contrario, abandonarse la defensa de los intereses inmediatos de los pueblos y dejar que la gestión de los problemas municipales quede en manos de la representación exclusiva del Gobierno? ¿No entrañará ese abandono una enorme y bien definida responsabilidad? Y, en último término, ¿no supondría esa conducta una eficaz colaboración con el nuevo régimen, ya que, excluidas del gobierno municipal las representaciones de todos los viejos partidos, la representación obrera y socialista era la única que podría llevar la voz del interés público, de la oposición a un interés particular?

Estas fueron, entre otras, las fundamentales cuestiones examinadas. En realidad el único obstáculo serio a la participación consistía en que los nuevos Ayuntamientos no eran la representación legítima de los pueblos y en que los concejales, designados por la autoridad gubernativa, no representaban tampoco la voluntad del vecindario. Claro es –y he de decirlo con toda claridad, alármese quien se alarme- que los Ayuntamientos destituidos no representaban tampoco más que el interés de las “clientelas”; que el Parlamento mismo era –se ha dicho siempre y no vamos ahora, porque así convenga, a cambiar de opinión y a decir que era la representación legítima de España- una ficción elaborada a espaldas de la voluntad nacional. Pero no hemos de recurrir al artificio de forzar los argumentos. Basta con que digamos que, a nuestro juicio, el Partido y la Unión no podían abandonar la defensa de los intereses colectivos, tanto más cuanto que esos intereses no son intereses de carácter preferentemente político ni pueden suponer colaboración con el Poder ejecutivo más que en el sentido extremo en que toda acción, sea de la índole que quiera, coadyuva con los demás a sostener en pie la vida en un país civilizado. En ese sentido si hubo y hay, en principio, una colaboración; pero no con el Directorio militar ni con las fuerzas políticas que le sean afines, sino con la sociedad española, que no podía suspender su vida y renunciar indefinidamente a resolver sus problemas peculiares porque el Poder ejecutivo estuviese en unas o en otras manos. ¿Qué tiene de común, en efecto, con la política del Directorio la vida municipal?  Problemas como el pan, el del agua, el de la pavimentación, el de la higiene, el de la beneficencia municipal, el de la cultura primaria, ¿no puede plantearse, estudiarse, resolverse, criticarse sin colaborar con el Gobierno? No. Esa colaboración no es distinta de la que presta el profesor, el médico, el comerciante, el agricultor, el industrial, el periodista o el que paga sus tributos a la Hacienda. Colaboración en el sentido de que todos contribuimos dentro de nuestra esfera respectiva, a sostener la vida de España; pero nada más que eso. Claro está que no se nos oculta que si todos, profesores, médicos, comerciantes, agricultores, industriales, periodistas y contribuyentes nos hubiésemos negado a prestar nuestra colaboración, no al Directorio, sino a la vida española, la situación política de España seria otra; pero ¿es a esa conclusión a la que pretenden llegar nuestros censores? Sospechamos que no.

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El caso del Consejo de Estado. He aquí el más discutible de todos los casos. Indudablemente ha habido unas razones que aconsejaron la aceptación. ¿Cuáles? Esas habrán de decirlas quienes lo han resuelto. Yo digo con toda lealtad que no se me alcanzan, porque en el Consejo de Estado no se resuelven, que yo sepa  -en la práctica, cuando menos-, cuestiones vitales para el proletariado o para la vida social española. ¿Es que la Comisión Ejecutiva ha entendido, como parece desprenderse de su nota oficiosa,  que había un mandato imperativo de aceptar todas las representaciones cuya designación no fuese hecha, sino ratificada por el Gobierno’ ¿Es que la Comisión Ejecutiva ha entendido que era indispensable evitar que otra representación ilegítima usurpase la legítima representación de la clase trabajadora? No tengo información suficiente para ponerlo en claro. Pero sí, digo que, de no haber habido unas razones especiales que ahora no se me alcanzan, yo hubiera sido contrario  la aceptación de ese puesto, y que lo que haya ocurrido ya se juzgará democráticamente a su debido tiempo, no por estos cancerberos que con tal celo quieren ser los guardadores de la pureza táctica y hasta doctrinal de nuestros organismos, sino por el proletariado mismo, que es, en todo caso, el que tiene que fallar este pleito y el que habrá de decir la última palabra sobre el acierto o desacierto con que han dado el consejo y la norma los elementos directivos. Pero de lo que si estamos bien seguros es de que, hayan o no hayan acertado en sus resoluciones, ni ellos se prestan voluntariamente a ninguna clase de colaboración, ni Largo Caballero es hombre capaz de ir al Consejo de Estado en el plan que iría cualquiera de esos “clientes” que aspiran a restaurar en España, como diría Maura, el imperio del vaso y del grifo. De esto sí que, sin asomo de duda, están bien seguros la Unión y el Partido Socialista.

Federico Landrove 

EL OBRERO BALEAR nº 1179 / 1180 / 1181 / 1183

14, 21, 28 de noviembre y 12 de diciembre de 1924