Nuestra afrenta A la poco grata opinión que España merecía a la Europa culta, gracias al poco sentido político de los llamados a encauzarla por la vías de verdadero progreso y senda prosperidad, debemos añadir hoy que se nos considera como una de las naciones más míseras y mezquinas. No bastó que los grandes prohombres de la política al uso sumiesen el país en un estado lastimoso; era preciso algo más, debíase continuar estimulados por su obcecación, hasta conseguir lo inconcebible, una ley de excepción. Por si fuera poca la oposición que se venía haciendo por parte de nuestros ilustres directores a la Constitución del Estado, se creyó prudente crear una ley especial para acabar así de una vez, con lo que aún restaba de la ley fundamental de las libertades. La mala fe de unos y la pusilaminería de otros dieron lugar a que se creara una situación lamentable como la que hoy disfrutamos, y de cuyos resultados la opinión sensata protesta. Con la ley de Jurisdicciones se ha inferido a España una de las mayores afrentas, ya que con ella se prohíbe uno de los derechos más inherentes al ciudadano, y que se disfruta en todas las naciones regidas constitucionalmente, relegándole por este procedimiento a la simple consideración de esclavo. No otra cosa se ha conseguido con la promulgación de la citada ley. Claramente se ha podido ver que el fin con ella perseguido, no era otro, que el de dificultar y hacer imposible el avance de la idea que ha de redimir a la humanidad toda; pero como han sido diversas las interpretaciones que para su aplicación se han hecho, dando lugar a que se procesase y encarcelara a periodistas y oradores de distintos partidos políticos, ha resultado lo que era de esperar que se hiciese detestable y que unánimemente el pueblo entero se volviese contra ella. No tan fácilmente se consigue ya implantar un régimen inquisitorial, sin que aquel a quien se trata de molestar, una vez apercibido, exteriorice su protesta. La prohibición del derecho de emitir libremente las ideas y opiniones, ya de palabra o por escrito, no es propio ni digno de pueblos que se consideran civilizados; pues resulta degradante en el siglo en que nos hallamos, que rija en nuestra desdichada nación una ley que a más de esclavizar el pensamiento merme la soberanía del poder civil. Contra esa ley y para que desaparezca, debemos trabajar; pues aunque no hayan sido solos los socialistas que han sufrido sus consecuencias, a nosotros conviene muy mucho echarla a bajo, por lo expuesto que nos hallamos mientras ella subsista, da la poca habilidad en el manejo de la pluma y en la exposición de conceptos verbales; pues como obreros manuales carecemos de la experiencia necesaria para dejar de ser comprendidos precisamente en lo que queremos evitar. Núm. 469, 11 de marzo de 1911
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