70º aniversario del estallido de la Guerra Civil
La Iglesia se volcó con los golpistas
Las autoridades eclesiásticas envolvieron de legitimidad religiosa
el levantamiento militar
JULIÁN CASANOVA |
El 20 de julio de 1936 el general Emilio Mola, principal organizador de
la sublevación militar, llegó a Burgos, una ciudad que desde el domingo
18 vivía horas de fervor patriótico y religioso. Las campanas de la
catedral volteaban anunciando a la población la llegada del general.
"Escuadras tradicionalistas y fascistas", según contaba el Diario de
Burgos del día siguiente, escoltaron a la comitiva hasta la sede de
la Sexta División, en la plaza de Alonso Martínez. Instantes después
acudió allí, a "cumplimentar" al general, el arzobispo de la diócesis,
Manuel de Castro, acompañado de su secretario particular, el canónigo
Alonso Hernández. El público, al darse cuenta de la presencia del
prelado, "le aplaudió entusiásticamente".
La escena se repitió en todas las ciudades donde triunfó desde el
principio la sublevación militar. España ardía en una guerra civil
causada por un golpe de Estado que la partió en dos y la Iglesia
católica no lo dudó. Estaba donde tenía que estar, frente a la anarquía,
el socialismo y la República laica. Y todos sus representantes, excepto
unos pocos que no compartían ese ardor guerrero, ofrecieron sus manos y
su bendición a los golpistas.
Como han confirmado las principales investigaciones, la sublevación no
se hizo en nombre de la religión. Los militares golpistas no incluyeron
a la religión en los bandos de declaración del estado de guerra y
mostraron más preocupación por otras cuestiones: por salvar el orden, la
Patria, decían ellos, por arrojar a los infiernos al liberalismo, al
republicanismo y a las ideologías socialistas que servían de norte y
guía a amplios sectores de trabajadores. Pero la Iglesia y la mayoría de
los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran
pocos, al servicio de esa causa. Y lo hicieron, además de para defender
al mismo orden y a la misma Patria que los militares, porque no
soportaban a la República, ese régimen de representación parlamentaria y
de legislación anticlerical en el que los valores católicos ya no eran
los dominantes. Ni los militares tuvieron que pedir a la Iglesia su
adhesión, que la ofreció gustosa, ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el
tiempo para decidirse. Unos porque querían el orden y otros porque
decían defender la fe, todos se dieron cuenta de los beneficios de la
entrada de lo sagrado en escena.
La autoridades eclesiásticas, desde sus refugios y palacios episcopales,
captaron ese espíritu de rebelión contra la República y lo forraron de
legitimidad religiosa. Ningún obispo se lanzó a la calle a reclutar
fieles o a arengar a las masas católicas. Ésas no eran sus armas. Ellos
estaban para otras cosas, para cumplimentar y abrir las iglesias a las
autoridades militares, para unir la espada y la cruz en una misma
empresa y para hablar y escribir sobre esa guerra santa y justa que
otros ya estaban librando. Siempre quisieron demostrar, sin embargo, que
sólo entraron en escena cuando la violencia anticlerical y
revolucionaria que se extendió por la zona republicana no les dejó otra
opción. Sabían que ése era el mejor planteamiento para justificar el
derecho a la rebelión y la guerra de exterminio que le siguió.
EL PAÍS - España - 18-07-2006 |