Se me ocurren estas reflexiones
previas, a la vista de la tan anunciada Proposición de Ley, de nombre
interminable, que el Consejo de Ministros remite a las Cortes Generales
para reparar los horrores de la Guerra Civil y su prolongada posguerra.
Después de una primera lectura
experimento sentimientos contradictorios. Más que una ley me parece un
conjunto de paliativos, seguramente bien intencionados, pero
desoladoramente ajenos a cualquiera de los valores que son el nervio de
nuestra Constitución.
El debate sobre la recuperación
de la Memoria Histórica ha sido inteligentemente desmontado y
desprestigiado. Ya sabemos que la memoria es una de las potencias del
alma que reside en el cerebro. Demasiada abstracción para ser compatible
con el realismo jurídico y lo políticamente correcto. Por otro lado, la
Historia se considera exclusiva de los historiadores, como si se tratase
de una ciencia cuyos arcanos sólo pueden manejar los que son o se
proclaman como tales.
No entro en el debate. A pesar
de estos análisis, más o menos científicos, la historia la llevamos
todos en nuestro pasado e inevitablemente tratamos de proyectarla hacia
el futuro. Los historiadores de profesión y los que motivados por las
vivencias recientes queremos valorar el pasado, estamos abocados a
plasmar por escrito nuestras conclusiones. Dejemos que los lectores, sin
apriorísticas selecciones, establezcan libremente sus juicios y sus
críticas. Herodoto, el padre de todos los historiadores, escribía lo que
le transmitían oralmente los protagonistas directos o sus herederos. Los
documentos e incluso las imágenes que manejan sus discípulos
contemporáneos no añaden más veracidad al testimonio de los
protagonistas. El grito que surge de sus vidas nunca se acallará, por
mucho que traten de explicarles lo que estiman injustificable. Los
fusilamientos, las fosas, las cunetas, el exilio exterior e interior,
hablarán hasta el último aliento y quedarán en la memoria de sus
allegados. Lo demás son historias.
Lo que más duele para los que
modestamente nos consideramos demócratas es que se haya utilizado
nuestra Constitución como pretexto y como arma arrojadiza. Para
justificar mi queja, espero no aburrir a mis hipotéticos lectores con
farragosas explicaciones jurídicas.
Desde el año 1936, el tiempo y
la vida no se han parado. Los seres humanos, sea cual sea el escenario
político en que se mueven, generan por sí mismos infinidad de relaciones
jurídicas: matrimonios, filiaciones, contratos, herencias, actividades
mercantiles y financieras, y así hasta el inagotable catálogo que ofrece
el intercambio de voluntades entre personas.
Durante el largo periodo del
régimen nacional sindicalista, como se autodenominaba, la gente de
cualquier ideología, convicción o creencia, vivía, se reproducía y
moría. Los derechos y obligaciones que surgieron de la vida misma, es
difícil y arriesgado reconvertirlos o modificarlos, al amparo de la
nueva Constitución democrática.
De forma necesariamente
sintética, trataré de exponer cuál ha sido la postura del Tribunal
Constitucional sobre la no retroactividad de los derechos fundamentales,
en mi opinión, insuficientemente matizada. Cuando el escultor Pablo
Serrano solicitó que se le reconociese la titularidad de una escultura
que había vendido, esgrimía el derecho del artista a sus creaciones, que
introducía la Constitución. Ante la previsible avalancha de
reclamaciones sobre derechos de carácter eminentemente privado, el
Tribunal Constitucional, con prudencia, pero sin contundente rigor,
denegó su pretensión. Lo mismo hizo ante la petición de derechos de
jubilación y otros de análogo carácter. Comparto esta idea. Sería
perturbador e inseguro jurídicamente desmontar todo lo que la vida ha
ido consolidando con su imparable pujanza.
Sin embargo, cuando el Tribunal
entra en el análisis de casos en los que los derechos vulnerados son
patrimonio de la humanidad, sus razonamientos no sólo son inconsistentes
sino claramente contrarios al derecho internacional sobre los derechos
humanos. Lo que consideran como imposible revisión periódica de la
historia impide a todos los ejecutados en Consejos de Guerra sumarísimos
aspirar a una póstuma anulación de sus procesos. Como se ha dicho, al
fin y al cabo, era la legalidad vigente en el momento de su condena a
muerte.
Esta tesis, en plena vigencia
del principio de jurisdicción universal, la anulación de las leyes de
punto final, la derogación de las autoamnistías, la imprescriptibilidad
de los crímenes contra la humanidad, y la creación de Tribunales
Internacionales para perseguirlos, impide despachar estos asuntos de
forma tan esquemática y fría.
Me parece, con todos los
respetos, por lo menos una falta de rigor jurídico. Como dice la
jurisprudencia del Tribunal Supremo estadounidense, una sentencia vale
lo que valen sus razonamientos.
Despojarles, esgrimiendo
problemas de retroactividad, la titularidad de derechos tan
fundamentales como el derecho a ser juzgado por un tribunal legítimo, a
no ser torturados ni ejecutados extrajudicialmente, es negarles su
condición humana. Afirmar que carecían de ellos hasta que llegó la
Constitución supone privarles de la dignidad inseparable de la condición
humana. Si eran humanos tenían derechos y estos claman por su
reconocimiento, aunque sea tardío.
Me parece descorazonador que se
les ofrezca, en compensación, una especie de certificado de buena
conducta que, en lugar de estar emitido por el cura párroco o el
comandante de puesto de la Guardia Civil, se lo otorgaran solemnemente
cinco notables y será publicado en el Boletín Oficial del Estado.
A la vista de los
acontecimientos, a todos los muertos por comulgar con el golpe militar o
por defender la legalidad republicana y la democracia, sistema
imperfecto como dijo Winston Churchill, sólo se me ocurre decirles que
descansen en paz y pidan perdón por las molestias que están causando. Ya
vendrán tiempos mejores. Una vez más, la espada ha conseguido
desequilibrar la balanza.
José
Antonio Martín Pallín es magistrado emérito del Tribunal Supremo