Pocos hombres ilustres del
anarquismo español se negaron entonces a dar ese paso y las
resistencias de la "base", de esa base sindical a la que siempre se
supone revolucionaria frente a los dirigentes reformistas, fueron
también mínimas. El verano, sangriento pero mítico verano
revolucionario de 1936, ya había pasado. Anarquistas radicales y
sindicalistas moderados, que se habían enfrentado y escindido en los
primeros años republicanos, estaban ahora juntos, esforzándose por
obtener los apoyos necesarios para poner en marcha sus nuevas
convicciones políticas. Se trataba de no dejar los mecanismos del
poder político y armado en manos de las restantes organizaciones
políticas, una vez que quedó claro que lo que sucedía en España era
una guerra y no una fiesta revolucionaria.
El Comité Nacional de la CNT
eligió los cuatro nombres destinados a tan sublime misión: Federica
Montseny, Juan García Oliver, Joan Peiró y Juan López. En esos
cuatro dirigentes estaban representados de forma equilibrada los dos
principales sectores que habían pugnado por la supremacía en el
anarcosindicalismo durante los años republicanos: los sindicalistas
y la FAI. Joan Peiró y Juan López, ministros de Industria y
Comercio, quedaban como indiscutibles figuras de aquellos sindicatos
de oposición que, tras ser expulsados de la CNT en 1933, habían
vuelto de nuevo al redil poco antes de la sublevación militar. Juan
García Oliver, nuevo ministro de Justicia, era el símbolo del
"hombre de acción", de la "gimnasia revolucionaria", de la
estrategia insurreccional contra la República, que había ascendido
como la espuma desde las jornadas revolucionarias de julio en
Barcelona. A Federica Montseny, ministra de Sanidad, la fama le
venía de familia -hija de Federico Urales y Soledad Gustavo- y de su
pluma, que había afilado durante la República para atacar, desde el
anarquismo más intransigente, a todos los traidores reformistas.
Ella iba a ser además la primera mujer ministra en la historia de
España.
Del paso de la CNT por el
Gobierno quedaron escasas huellas. Entraron en noviembre de 1936 y
se fueron en mayo de 1937. Poco pudieron hacer en seis meses. Se ha
recordado mucho más lo que significó la participación de cuatro
anarquistas en un Gobierno que su actividad legislativa. Como la
revolución y la guerra se perdieron, nunca pudieron aquellos
ministros pasear su dignidad por la historia. Y como no podía ser
menos, a semejante acto de ruptura con la tradición antipolítica se
le achacaron todas las desgracias. Para la memoria colectiva del
movimiento libertario, derrotado y en el exilio, de aquella
traición, de aquel error sólo podían derivarse funestas
consecuencias. Toda la literatura anarquista posterior, cuando se
enfrentó a ese tema, dejó el análisis a un lado para descargar la
retahíla de reproches éticos harto conocidos. A un lado quedaba la
revolución, vigorosa, soberana; al otro, su destrucción, hecha
realidad por la ofensiva que desde el poder se emprendió contra las
milicias, los comités revolucionarios y las colectivizaciones, las
tres solemnes manifestaciones del cambio revolucionario.
Se menospreció así, en ese
ajuste de cuentas con el pasado, lo que de necesario y positivo hubo
en aquel giro extraordinario. Necesario, porque la revolución y la
guerra, que los anarquistas no habían provocado, obligaron a
articular una solución que, evidentemente, debía alejarse de las
doctrinas y actitu-des que históricamente les habían identificado.
Positivo, porque esa defensa de la responsabilidad y de la
disciplina, que convirtió precisamente la participación en el
Gobierno en uno de sus símbolos, mejoró la situación en la
retaguardia, evitó bastantes más derramamientos inútiles de sangre
de los que hubo y contribuyó a mitigar la resistencia que la otra
estrategia disponible, la maximalista y de enfrentamiento radical
con las instituciones republicanas, había alimentado.
Es evidente que un análisis
de este tipo, que separa al historiador del juicio de autenticidad
sobre la pureza doctrinal de aquellos protagonistas, lleva a
considerar otras facetas olvidadas. Como la de que fuera un
"anarquista de acción" como García Oliver quien consolidara los
tribunales populares o creara los campos de trabajo, en vez del tiro
en la nuca, para los "presos fascistas". O que a un sindicalista de
toda la vida como Joan Peiró le correspondiera regular las
intervenciones e incautaciones de las industrias de guerra. O que
una mujer, en fin, escalara a la cúspide del poder político, un
espacio negado tradicionalmente a las mujeres y que Franco volvería
a negar durante décadas, desde donde pudo emprender una política
sanitaria de medicina preventiva, de control de las enfermedades
venéreas, una de las plagas de la época, y de reforma eugenésica del
aborto que, pese a quedarse en una mera iniciativa, avanzó algunos
debates todavía presentes en nuestra sociedad actual.
Acabada la guerra, las
cárceles, las ejecuciones y el exilio metieron al anarquismo en un
túnel del que no volvería a salir. En la memoria de los anarquistas,
y en la literatura y en el cine, se agrandó la figura de
Buenaventura Durruti, con su pasado novelesco y sus hazañas de
héroe, y quedaron en la oscuridad, por el contrario, otras figuras
como la de Joan Peiró, un obrero que dedicó su vida a fabricar
bombillas, organizar sindicatos y ajustar el anarquismo al reloj de
la historia. Denunció antes que nadie, y por escrito, desde agosto
de 1936, la violencia revolucionaria de destrucción del contrario.
Cuando, después de los sucesos de mayo de 1937, Manuel Azaña encargó
a Juan Negrín la formación de un nuevo Gobierno sin la CNT, Peiró
acusó a los comunistas de haber provocado la crisis y denunció la
represión desencadenada contra el POUM. Con la ocupación de Cataluña
por el ejército de Franco, huyó a Francia, donde le detuvo la
Gestapo en noviembre de 1940; entregado a las autoridades
franquistas, fue ejecutado el 24 de julio de 1942.
El anarquismo arrastró tras
su bandera roja y negra a sectores populares diversos y muy amplios.
Arraigó con fuerza en sitios tan dispares como la Cataluña
industrial, en donde además, hasta la Guerra Civil, nunca había
podido abrirse paso el socialismo organizado, y la Andalucía
campesina. Muchos de sus militantes participaron durante décadas en
una frenética actividad cultural y educativa. Pero en ese recorrido
siempre le acompañó la violencia. Su leyenda de honradez, sacrificio
y combate fue cultivada durante décadas por sus seguidores. Sus
enemigos, a derecha e izquierda, siempre resaltaron la afición de
los anarquistas a arrojar la bomba y empuñar el revolver. Son, sin
duda, imágenes exageradas a las que tampoco hemos escapado los
historiadores, que tan a menudo nos alimentamos de esas fuentes,
apologéticas e injuriosas, sin medias tintas. Una prueba más de las
múltiples caras de lo que ahora llaman muchos, en singular, memoria
histórica.
Julián Casanova es
Hans Speier Visiting Professor en la New School for Social Research
de Nueva York.