Sin archivos, no hay historia
JULIÁN CASANOVA |
En España se está
hablando por fin de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco. Ésa es
la afirmación que se lee y escucha en muchos medios de comunicación
internacionales y son bastantes los ciudadanos españoles que parecen
pensar lo mismo. ¿Qué pasa en España? ¿Por qué existe ahora, casi de
repente, ese desbordado interés por mirar al pasado más reciente, a la
Guerra Civil, a la dictadura y a sus víctimas? Son preguntas que se han
hecho en los últimos meses periodistas alemanes, holandeses, belgas,
franceses o ingleses. La sociedad española, dicen, se está liberando de
la amnesia y del pacto del olvido que la atenazaron durante las dos
primeras décadas de democracia.
Algo de verdad hay en
esas afirmaciones. La historia de la Guerra Civil y de la dictadura ha
dejado de ser un territorio exclusivo de los historiadores y han
aparecido cientos de ciudadanos que quieren abordar ese pasado en
términos políticos y, en el caso de los herederos de las víctimas del
franquismo, éticos. Han comenzado a abrirse fosas en busca de los restos
de los asesinados que nunca fueron registrados y se han elaborado
magníficos documentales que desentierran las partes más ocultas de ese
pasado. Se trata de una nueva dimensión social de la historia, con el
testimonio como principal protagonista. Pero los hechos más
significativos de la Guerra Civil y de la dictadura habían sido ya
investigados con anterioridad y las preguntas más relevantes están
resueltas. Y eso es el fruto de una labor rigurosa de decenas de
historiadores que desde las últimas cuatro décadas han investigado de
forma constante en archivos, hemerotecas y bibliotecas. Sin todos esos
miles de documentos y libros, porque son miles y miles, poco sabríamos
de esa historia.
Un buen ejemplo de todo
ello lo constituyen las investigaciones sobre la violencia franquista
durante la guerra y la inmediata posguerra. Las síntesis que sobre ese
tema elaboramos varios historiadores hace unos años, tituladas
Víctimas de la Guerra Civil y Morir, matar, sobrevivir, sólo
pudieron hacerse gracias a los datos fiables que habían sacado a la luz
numerosos estudios desde mitad de los años ochenta. La mayoría de los
100.000 "rojos" que se llevó a la tumba la violencia militar y fascista
durante la guerra y de las 50.000 personas que fueron ejecutadas en los
10 años que siguieron al final oficial de la guerra, durante la paz
incivil de Franco, están identificados, tienen nombres y apellidos y,
aunque con muchas anomalías y falseamientos sobre la causa de la muerte,
constan en los registros civiles de cientos de localidades que han sido
rastreados por los historiadores.
A otras miles de
personas, es cierto, nunca se las registró y esos datos son los que se
están ahora buscando en las numerosas fosas comunes que se cavaron en
los cementerios y fuera de ellos durante el terror caliente del verano y
otoño de 1936. El número de víctimas sin registrar puede llegar, como
mucho, a 30.000 en toda España, "paseadas" la mayoría de ellas en los
primeros meses de la guerra. Son, no obstante, estimaciones imprecisas
que no pueden añadirse todavía al cómputo fiable que los historiadores
hemos realizado ya sobre más de la mitad de las provincias españolas. Al
margen de las cifras, lo que resulta realmente primordial es constatar
que, durante un largo periodo, la violencia franquista no necesitó de
procedimientos judiciales ni de garantías previas. Por mencionar sólo un
caso ilustrativo: únicamente 32 de las 2.578 víctimas de la represión en
la ciudad de Zaragoza durante 1936 pasaron por consejos de guerra.
Por eso es tan
importante recopilar y preservar todos los documentos y testimonios de
ese pasado. Sin embargo, los archivos no suelen aparecer en el debate
sobre la bien o mal llamada memoria histórica. Y aunque los tiempos han
cambiado y ha llovido mucho desde la muerte de Franco, persisten algunos
vicios en la gestión pública de los documentos escritos. Se le da más
importancia a la propiedad que al valor de uso, de forma que algunas
instituciones y personas consideran los documentos suyos, y bastantes
archivos y hemerotecas, como bien saben y denuncian los profesionales
que trabajan en ellos, poseen recursos y medios muy insuficientes.
Ese archivo de la
historia y de la memoria de la Guerra Civil que pretende consolidarse en
Salamanca debería reunir los documentos dispersos por todo el mundo,
desde Standford, en California, a Moscú, pasando por Roma o Amsterdam, y
tendría que incorporar como propiedad pública los fondos documentales de
la Fundación Nacional Francisco Franco, gestionados ahora por la
ultraderecha y la familia del dictador, circunstancia que sería
impensable en Alemania o Italia. Un primer paso para poner en marcha ese
gran archivo histórico sería nombrar a un equipo de investigadores y
archiveros que trabajasen en la búsqueda, catalogación, conservación y
digitalización de documentos.
La lucha por la
información, la verdad y el rechazo del olvido deben ser, como lo han
sido en los últimos años, señas de identidad de nuestra democracia. Pero
además de difundir el horror que la guerra y la dictadura generaron y de
reparar a las víctimas durante tanto tiempo olvidadas, hay que convertir
a los archivos, museos y a la educación en las escuelas y universidades
en los tres ejes básicos de la política pública de la memoria. Más allá
del recuerdo testimonial y del drama de los que sufrieron la violencia
política, las generaciones futuras conocerán la historia por los
documentos y el material fotográfico y audiovisual que seamos capaces de
preservar y de legarles. Ésa es la responsabilidad de los políticos que
nos gobiernan y de los que, desde la oposición, se niegan a gestionar
ese pasado de muerte y de terror. Porque sin archivos no hay historia.
Julián Casanova es Hans Speier Visiting Professor en la New School
for Social Research de Nueva York.
PAÍS - 14-09-2006 |