Cada vez se habla más de la profunda
brecha que comienza a abrirse en la sociedad española, debido al
enfrentamiento ideológico que separa a los votantes del PP y del
PSOE. Desde hace meses se asiste a una alarmante reducción de la
capacidad expresiva de nuestros políticos, los cuales se han
dejado arrastrar por una especie de pseudo-diálogo poco
inteligente en el que han hallado cabida argumentos ajenos al
debate político riguroso, y en ocasiones cercanos a la propaganda.
Como es natural, esta pérdida de calidad en la vida política me ha
hecho preguntarme cuál es el origen de la actual divergencia de
opiniones entre ambos partidos.
No es casual que la retirada de estatuas
franquistas, la devolución de los papeles incautados durante la
guerra, la negociación de nuevos estatutos de autonomía, las
advertencias (¿amenazas?) de algunos militares, las desconfianzas
lingüísticas, la próxima tramitación de la Ley por la Recuperación
de la Memoria Histórica, etc., estén teniendo lugar en un espacio
de tiempo tan reducido, de dos años a esta parte. Hay muchos
indicios de que está en crisis el consenso acerca del modo en que
se hizo la transición desde el franquismo. Algunos afirman,
incluso, que ese consenso ha fracasado. Ahora que vemos en Chile o
en Irak que es posible sentar a los tiranos en el banquillo de los
acusados, comprobamos que en España el paso de la dictadura a la
democracia se hizo sin el imprescindible ritual de un juicio.
El motivo por el que se están poniendo en
marcha tantas iniciativas con el objeto de reajustar cuentas con
el pasado es que una gran parte de la sociedad está constituida
por los descendientes de las víctimas de los que fueron cómplices
de la tiranía. Las nuevas generaciones han madurado en una
sociedad que se construyó hace treinta años sobre la injusticia
-la injusticia de haber reinsertado a los colaboradores e
instigadores y aquiescentes del franquismo, sin previamente
haberlos enfrentado a la ignominia de sus actos, a su propia
exculpación y defensa, a su castigo, y a la consecuencia del
indulto o del perdón de las víctimas-.
El resultado de aquella ejemplar
transición es que muchos jóvenes hoy no comprenden la actitud
pasiva de sus predecesores, quienes terminaron por conformarse
únicamente con el cese del miedo, y no exigieron que sus verdugos
les rindieran cuentas por haber ostentado el terror impunemente.
En España se empieza a vislumbrar cómo fue el verdadero mecanismo
de la Ley de Punto Final: fue como si unos individuos a cara
descubierta te golpeasen y te tapasen la boca durante varias
horas, y te volviesen a golpear, y después te dijeran que si te
callas y no dices quién te lo ha hecho, no volverán a tocarte.
Impunidad por miedo: la mitad de los españoles consiguió la
impunidad a cambio del miedo de la otra mitad. Poco a poco, con la
debida distancia histórica, muchos denuncian que la transición
consistió en eso: en el desenlace injusto de un abuso atroz.
En el ordenamiento sociopolítico de nuestra
sociedad queda un elemento que urge resolver. Para resolverlo, hay
una buena parte de los jóvenes comprometida con rescatar la
experiencia de sus padres, los protagonistas de la transición. La
Ley por la Recuperación de la Memoria Histórica no es otra cosa
que ese intento de justicia intelectual que representa la
restauración de la verdad en el recuento de la Historia. Todo
criminal aboga por ampararse en el olvido para reasentar las bases
de una nueva vida tras su crimen. "Eso pertenece al pasado. Dejen
ya de remover el pasado", gritan los dirigentes del PP. Sin
embargo, esos dirigentes no deben olvidar que los jóvenes, que
hemos crecido en una sociedad libre, no compartimos la necesidad
de aquella amnistía que pretendió hacer las veces de juicio, y que
limitó las posibilidades de revisión. Como juicio, la amnistía fue
la última burla de los represores, puesto que paradójicamente los
amnistiados no fueron ellos, sino los represaliados; y por otro
lado, la amnistía forzó a olvidar los crímenes de la dictadura,
como si nunca hubieran existido.
De modo que cuando el PP se ríe de los nobles
esfuerzos que se hacen por establecer la justicia moral tras unos
abusos que llevan décadas silenciados, deberían recordar el hecho
de que el éxito de la transición fue posible no porque los
franquistas perdonaran a sus opositores, sino porque los
opositores al franquismo les permitieron de facto su
reinserción sin hacerles preguntas. Que ese costoso logro no se
convierta en un fracaso depende de que aquella transición
incompleta se culmine ahora haciendo justicia, al menos
intelectual, a aquel proceso histórico.
Por ello, en vez de insultos y provocaciones
desde sus mesas de firmas contra los procesos parlamentarios, los
hijos, biológicos o morales del franquismo, deberían iniciar el
ejercicio de la toma de conciencia y de la reflexión. En caso
contrario, heredarán la responsabilidad de hacer fracasar una
reconciliación que en este momento, ya sí, necesita de la justicia
para ser definitivo.
Irene Zoe Alameda es
escritora.