1925 – POLITICA IDEALISTA – GABRIEL ALOMAR

Al comentar en estas mismas columnas, a raíz  de su aparición, la obra de nuestro ilustre amigo, Gabriel Alomar, prometimos i reproduciendo en EL OBRERO los principales pensamientos desarrollados en “Política Idealista”.

Algo tarde en el cumplimiento de nuestra promesa damos comienzo a la tarea. El momento no puede ser más oportuno. Cuanto más intensa sea la negrura de nuestro camino mayor será la necesidad de un faro que alumbre nuestros pasos. La misión de Alomar es esa. Proyectar su potente luz sobre el camino que debemos emprender; infundir su aliento poderoso en nuestra nación aletargada o envilecida.

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El régimen actual es una máscara de constitucionalismo sobre la vieja casa histriónica de la tiranía. Nos da la libertad a condición de que no usamos de ella. La libertad es un medio para un fin; es una facultad para una función; es una potencia para un acto. Y el régimen nos niega la función, el acto. Se suspende la libertad en cuanto nos permitimos gozarlo. Dicen que la libertad es un derecho; así será, pero aquí no es un hecho jamás. Se nos entrega envuelta en tocas monjiles, y nuestra unión con ella es un matrimonio blanco, nunca consumado, como si sobre él pesara un voto de castidad impuesto desde arriba. Los españoles miran junto a ellos a la libertad, como Eduardo el Confesor miraba beatamente a la reina Edita …

¿Qué será pues, la revolución? Es la revuelta del deseo popular ante la patria monacal y estéril; es el ímpetu de amor que nos lanza a la conquista de la paternidad que hierve en nuestras venas. Un burbujeo de ideales pugna por encontrar en la tierra exhausta y forra la matriz de las futuras grandezas. Nuestra minoría varonil siente en su potencia el impulso de la ciudadanía venidera, que quiere ser. Se percibe el aguijoneo amoroso de las generaciones futuras, de que hablaba Schopenhauer. ¿Cómo queréis que la patria sea patria o mejor “matría”, si no la dejáis madrear? Para que la nación lo sea de verdad, es preciso que “nazca” cada día.

Según nuestros Gobiernos, el pueblo no ha de ser dignificado en su espíritu, sino cebado en su carne. Tienen de él un concepto de rebaño, de piara: engordarlo para mejor aprovechamiento luego su carne o su fuerza; quieren un pueblo dedicado al cebo, no a la cría de almas y de inquietudes, a la reproducción eterna de la patria. Para esos hombres, el arte de gobernar es un goteo de cloroformo que proteja la amputación de la virilidad civil. No someten el régimen al pueblo, a la nación. Bien al contrario, someten la nación “regimen”, en todos los sentidos de la frase.

T entretanto, los Gobiernos participan de la propia condición servil, materialista, que quieren imponer al pueblo. Pagando añejas culpas, expiando pasividades, abdicaciones, injusticias, faltas de civismo, han perdido toda fuerza eficaz … El poder ejecutivo, en España, no es ya “poder”, ni tiene la menor eficacia de “ejecución”. Ha cesado de ser una garantía para la ley. En una perfecta organización política, el pueblo es el sentimiento de la soberanía; los representantes son el pensamiento nacional; la ley es la voluntad del país; y el Gobierno es el acto por el cual esta ley toma carne de realidad. ¿Sucede así entre nosotros?

¡Ah! En el pecho de los ciudadanos conscientes hay una evidencia que les hace estallar el alma. Hablan por nosotros las cosas mismas, y un vaho de podredumbre delatora sube de la Ciudad herida. Allá en el fondo, los delincuentes honrados, condenados por el Régimen, son un remordimiento y un sarcasmo; pero son también el rescate del porvenir … Ellos, ante la historia, harán perdonar una época que supo producirlos.

Gabriel Alomar

 EL OBRERO BALEAR nº 1198

27 de marzo de 1925

POLÍTICA IDEALISTA

Hay dos formas de considerar el arte de regir la Ciudad, entendiendo Ciudad como concreción inmaterial del agrupamiento humano para la mejora incesante de la conciencia colectiva: para los unos, el político debe ir adaptando sus opiniones a la material social y a la realidad ambiente, en sus circunstancias de lugar y tiempo; para los otros, el político ha de obrar siempre ajustándose a las normas objetivas e inmanentes de la justicia y del ideal. No sólo pertenezco a esta última categoría, sino que considero perniciosa y execrable la doctrina contraria, con la cual podrían excusarse todos los horrores históricos.

Ocurre una objeción : si el gobernante no puede sustraerse al imperio de la idealidad ¿cómo se compagina esa condición previa con el principio de democracia, que pone en la voluntad del pueblo la base de todo poder y el manantial de toda soberanía? Si hay una disparidad fundamental y originaria entre la naturaleza del pueblo y la contextura espiritual de un político que aspire a dirigirlo, ¿cómo podrá éste mantener su doble fidelidad ambigua, fluctuando entre la realidad popular y la idealidad de los principios? El talento supremo de un político se mide precisamente por la eficiencia con que sepa infundir en la materia del pueblo la propia espiritualidad. La palabra prestigio tiene un valor original que explica perfectamente lo que quiere decir. Prestigio, esto es, irradiación de espíritu; potencia de crear y proyectar la guiadora ilusión.

Pero aún en los casos en que el político idealista no consiga esa compenetración con su pueblo, su misma impopularidad le ceñirá como una corona. Los políticos verdaderamente grandes, suelen gozar en los momentos capitales esa reconfortadota y sana impopularidad, y sienten, como un halago, como una viva prueba de superioridad, el insulto y la amenaza de las turbas. Imaginemos, por ejemplo, la soledad de los hombres videntes que oyeron a su entorno el grito soez de “¡Vivan las caenas! Recordemos la persecución que acosa a todos los innovadores, la cruz de todos los redentores. El fracaso de las nobles doctrinas, en los pueblos inferiores, no implica desdoro para los que intentaron, sin eficacia, implantarla. La justificación de las doctrinas por el éxito es la más inmoral y peligrosa de las creencias. ¿No fue admirable la actitud de Pi y Margall en medio de la locura bélica de las guerras coloniales? Toda la obra lentísima de modernización de España, desde Carlos III, se ha ejercito contra la resistencia de la opinión gregaria. ¿No dijo ya el propio Carlos III, en vista de su experiencia personal, que los pueblos, como los niños, lloran cuando se les lava? La misma renovación liberal o constitucional del siglo XIX, en gran parte extinguida, fue obra de aisladas sublevaciones. La Revolución, entendida como gran crisis genérica universal, ha fracasado en España. El casticismo nacional está en perpetuo motín de Esquilache. Una verdadera revolución tendrá que ir acompañada, entre nosotros, de un período dictatorial, que alcanzaría los altos horrores de la impopularidad.

Gabriel Alomar

 EL OBRERO BALEAR nº 1199

3 de abril de 1925

POLÍTICA IDEALISTA

He conservado siempre una gran debilidad por las funciones litúrgicas de Semana Santa, porque son las más ricas del catolicismo en valor trágico, e intensidad de símbolo y representación. La Catedral de mi país, bajo cuya sombra ha pasado casi toda mi vida tiene una tradición de suntuosa majestad en cuanto a los oficios y ceremonias de esas jornadas.

El Domingo de Ramos es la fiesta que ha mantenido con mayor pureza el rastro evangélico, el sentido de triunfo incruento y paciaco; noble paradoja, opuesta al triunfo de los vencedores bélicos, como una consoladora exaltación de los humildes. En toda la liturgia cristiana no hay fiesta superior a esa en vibración estética. Visión de palmas rubias cimbreándose bajo las naves altísimas, flotando sobre las multitudes como vexilas de paz, ondeando con el aura del estío que penetra por las grandes cancelas abiertas sobre el mar … Así vivirá siempre en mis recuerdos de infancia como una aroma que ha sobrevivido a todos los vendavales. Palmas de alianza y concordia que iban luego a doblar su gentileza femeninas sobre las calles, desde los balcones, como una salutación risueña, como una unción de gracia … Por ellas, el trasunto de los sacros e inmortales versículos se juntaban a la divina pagania de la ciudad y hacia vibrar en sus manos invisibles los símbolos de victoria

Menos agradable me parecía la pomposa luminosidad del Monumento, porque patentizaba a mis ojos la degeneración idolátrica y literista del lenguaje evangélico, tan rico en imagen y en parábola. También me veía forzado como Musset, a quedarme en pie “bajo los sagrados pórticos, mientras el pueblo fiel se postraba como un cañaveral doblegado por el soplo de la tramontana.”

Mi ojos se cegaban con el centelleo de los cirios que brillaban como luceros en torno a una blancura luminosa de Vía Láctea. El Labatorio era ya una ceremonia sarcástica, bajo el sublime recuerdo de la Cena. Pero cuando cala la noche dese los ventanales de la basílica y el Monumento quedaba solitario en la amplitud de las naves desnudas, me gustaba aislarme en el sentido infinito de la tragedia cristiana, desde un rincón oscuro que desplegase ante mí la inmensidad del templo, mientras sonaban por momentos los versículos de Jeremías, al pie del Tabernáculo, precedidos por la numeración exótica y sugestiva de las letras hebraicas: Alef, Bet, Ghimel …

El Viernes era más austero todavía. Se despojaba el ara definitivamente; el templo retornaba a su plena dignidad arquitectónica. Pero al caer el día, cuando el estrépito del Oficio de Tinieblas agitaba los ecos dormidos y la resonancia de las sepulturas inmemoriales, la multitud invadía la iglesia para un profano simulacro de Entierro, huérfano ya de la pureza ritual originaria. El Sábado, en fin, me gustaba asistir de nuevo a la ceremonia matinal; ver otra vez a los oficiantes de bruces sobre el presbiterio, simbólicamente, esperando el Alleluia que esparciría sobre la ciudad el campaneo de triunfo, por el cual el cristianismo se juntaba los mitos solares y celebraba el equinoccio, eterno renacer de juventud y alegría. Las piscinas se llenaban de nuevo; el agua se mezclaba al óleo crismal bendecido el Jueves; el Cirio pascual descendía en la plenitud de las fuentes bautismales, ceñido de incienso, como un rito de desconocidos dioses sobrevivientes; llevábanse los sagrarios; la nueva luz brillaba en torno a las cruces nuevamente descubiertas.

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Pero esa era la impalpable herencia, incapaz de llegar a las multitudes y aún de penetrar la mente de sus propios coribantes. El pueblo, sometido a otra herencia bien diversa, tenía también su fiesta, su Danza de la Muerte, su auto, su comedia. Era la procesión. Mascarada interminable de pseudopenitentes en hábito siniestro, tocados con altas y agudas caperuzas,, algunos de ellos descalzos y arrastrando cadenas, surgiendo el recuerdo odioso de las expiaciones inquisitoriales; hileras de cirios lagrimeantes, en manos de hombres cuya fisonomía mostraba la nulidad el ¿por qué? De toda una existencia; pobres niños, algunos, agobiados bajo su coraza; imágenes suplicantes de Cristo, de lamentable ingenuidad, vacilando sobre sus angarillas entre faroles mortuorios; estandartes negros, pintarrajeados de instrumentos de suplicio; una Virgen llorosa, cuyo manto morado temblequeaba, al compás de la marcha de los portadores sobre el cuerpo inexpresivo y rígido, autoridades consteladas de vagas condecoraciones, inclinando hacia tierra las antorchas goteantes; bandas de música trompeteando lóbregamente, al ritmo de un tambor; mascarones de soldados romanos, golpeando el suelo con sus lanzas o el asta de sus águilas; sacerdotes entonando cánticos sin la pura simplicidad de los himnos rituales. Y, en fin, un gran Cristo, con los brazos abiertos bajo un dosel, la cabeza dejando caer horriblemente una auténtica cabellera humana, ceñido el cuerpo de flores, la túnica luciendo bordados de oro y plata sobre las apariencias de una carne tímida y sangrienta, entre una muchedumbre que adoraba, no conmovida por el amor, sino atenuada por la visión de sangre y violencia …

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Este sentido idolátrico es el único que difunde nuestro catolicismo. La Iglesia ha tenido dos fuertes empeños suprimir toda interpretación espiritual de sus dogmas; e impedir que llegue a los fieles el conocimiento de la propia religión que creen profesar. Así el antropoformismo, congénito en los pueblos latinos, ha perdido el valor poético de sus mitos, que ponía tras las imágenes la lontananza familiar de su símbolo, su enlace directo con la Naturaleza. Ahora queda el ídolo, el ídolo sin otro valor que su misma forma, actuando sobre el embrutecimiento interesado de las turbas como un fetiche, como un poder oculto, silencioso y temible, con todos los caracteres de los cultos subterráneos. En cada imagen se vincula una adoración, adscrita a la materia; y las multitudes posternadas acechan en la piedra o en el madero la aparición escalofriante de un rigno, un temblor de vida que revele la plasmación temida del misterio. Las imágenes no son ya representación de las divinas abstracciones, sino de las multitudes que las construyeron divinizando sus propias pasiones; y en ellas esas multitudes,  a quienes se extirpó el sentido de lo espiritual y eterno, adoran la soberanía total y exclusiva de la Muerte, ante cuyo dominio se encuentran desamparados, como víctimas ante las aras del sacrificio …

De aquí proviene la historia y abominable desvirtuación del cristianismo; lo que fue en sus orígenes victoria espiritual de los perseguidos; llegó a ser después furioso frenesí de perseguidores; religión de muerte, divinización del martirio en el Infierno, cuyas fantasías presidieron la más alta de sus epopeyas y produjeron, por natural imitación humana, todos los horrores de la penalidad religiosa.

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El Cristo, en su recuerdo más trascendental, que es el de su Pasión, desfila una vez más ante nosotros. Su sombra se inclina sobre Getsemaní,. Llorando humanamente al acercar a sus labios el cáliz amarguísimo. Pero yo me pregunto si el más amargo de sus dolores no fue la divina presciencia de que sus falsos discípulos habían de hacer con su palabra y con su espíritu; si, al reflejarse entre los olivos el resplandor rojo de la tea de los sicarios, no creyó ver el resurgimiento futuro de las hogueras, la imposición idolátrica y sacrílega de sus simulacros, el triunfo de Caifás …

Gabriel Alomar.

 EL OBRERO BALEAR nº 1200

10 de abril de 1925

POLÍTICA IDEALISTA

Los términos que se ofrecen a la opción de todo estadista, para que elija entre ellos, son tres: la opinión el interés y el ideal. La opinión pública representa el hecho; el interés público representa el provecho; pero el ideal puro representa el Derecho. En otras palabras: el primer término de opción es la realidad; el segundo, la utilidad, y el tercero, la idealidad, o sea la justicia. Es una gradación ascendente, cuyos términos, como es lógico, están subordinados correlativamente.

El carácter específico de nuestros conservadores consiste en hacer que prevalezca el interés de grupo sobre el ideal, objetivo y puro. Toda la flaqueza del régimen actual y aún, en cierto modo, de la actual sociedad, estriba en representar intereses de casta o clase, “privilegios”, esto es predominios de la “ley privada” sobre la “cosa pública”, sobre la “república”, en el sentido clásico de la palabra.

Opinión, interés, ideal … Conviene insistir sobre esta sugestiva escala de valores. El primero es la manifestación intelectiva o teórica del Pueblo; el segundo es la volitiva o práctica; el tercero es la sentimental o, en cierto modo religiosa. La obra de todo alto político ha de consistir, primeramente en la educación o adiestramiento de la opinión popular a fin de capacitarla para su libertad; una función en que se confundan la pedagogía y le “demagogia” en el sentido original de esta palabra. Bien al contrario de esa actividad política, el egoísmo de las oligarquías procura siempre extirpar en el Pueblo su órgano de libertad y domesticarlo para la tiranía; para una tiranía mansa o dura, según los casos …

El segundo deber de los Gobiernos consiste en ampliar y unificar los intereses particulares hasta llegar a hacerlos concéntricos; porque entonces el “interés” de todos coincidirá forzosamente con el “ideal”, que es el fin supremo.

El tercer deber de los gobernantes será, en fin, la infusión del ideal en el molde rebelde de la realidad, esculpiendo en ella la divina estatua que en bloque inerte contiene. Toda la dificultad de la Política, arte supremo de construir la “Ciudad”, estriba en armonizar la libertad con ese “jacobinismo”, con ese “maximalismo”, esto es, con el afán de alcanzar, en el menor tiempo posible, la mayor intensidad posible de conciencia pública.

Gabriel Alomar

EL OBRERO BALEAR nº 1201

17 de abril de 1925

POLÍTICA IDEALISTA

Pasan los días, los años. ¿Y cómo no irán marchitándose los únicos temperamentos optimistas que nos restan, ante la eterna desfloración de todos los ideales?

Ese progresivo embotamiento de toda percepción ideal nos ha ido convirtiendo en un pueblo de mudos, los unos forzados y los otros por morbosidad ya ingénita. Nuestro país es hoy un pueblo de silenciosos, porque no conocen su desazón ideal, o no pueden lanzarla al viento de la plaza.

Elocuencia del silencio … Si esta paradoja ha tenido alguna vez un sentido, a la situación española de hoy es preciso aplicarla. Prensa, opinión, país, siguen el aparente desarrollo de su vida, y no encuentran ya ni la palabra de conjuro contra sus desgracias. No pueden restañar una sangre que no sienten fluir.

He aquí un bello tema para un futuro historiador poético, fuertemente imaginativo. El país, agobiado bajo el silencio. Pasan, en la gran calle, las gentes, y no saben que, como el héroe de Chamisso, “han perdido su sombra”, carecen de proyección espiritual. Silencio … y allá, arriba, como unas alas, se cierne la verdad no dicha, el grito no lanzado, la idea no bajada del cielo, sobre la mente árida y enjuta.

Ese supremo silencio querría yo mismo romper. Pero, ¿cómo darle elocuencia necesaria? Seria preciso para ello levantarse mudo, sobre una gran tribuna, y presentar al auditorio silencioso, la boca cerrada, para que los ojos, la mirada sola, hablasen.

Gabriel Alomar

EL OBRERO BALEAR nº 1202

24 de abril de 1925