1921 –  La Casa del Pueblo ...

Llámese socialista o sindicalista, actuando siempre con odio moral contra la ley santa de Dios, la mujer amante de su hogar, de su esposo, de sus hijos, no la quiere, la aborrece instintivamente, y en esta natural aversión, la confirman las tristes experiencias que ella viene sufriendo desde que el proletariado ha rendido su libertad y dignidad en aras de cuatro ambiciosos disfrazados de redentores.

El hogar del obrero para el que se prometían inmediatas transformaciones con el funcionamiento de dichos organismos y con la práctica de los medios de resistencia preconizados, se ha visto, si, transformado, pero no en paraíso, sino en un infierno, donde a la escasez y miseria allí instaladas, se han sumado una codicia desatada y jamás satisfecha, una, por este mismo desencanto engendrado, desesperación, que ha destruido el amor de esposo y el sentimiento de padre, que más que las riquezas y preeminencias pueden hacerlo , le daban el contentamiento y la tranquilidad elementos indispensables de la dicha.

Y de estas desventuras, la primera y más torturada víctima es la mujer. Ya sería mucho –para su corazón, indudablemente, esto es, lo más amargo- el tener que tolerar el desabrimiento, la fiereza que una doctrina de odio pone en el corazón y en las maneras del hombre; pero es que, además, ella ha de verse precisada a suplir y remediar todos los desaguisados que la dictadura del Comité respectivo causa en la vida de su familia. Con espontánea generosidad, por que es la mujer inagotable en abnegaciones, venía la esposa del fabricante, del jornalero, aumentando con sus trabajos y la prestación de sus servicios, los modestos ingresos de su casa; mas hoy es ella la que todo lo tiene que buscar y la que todo lo ha de sufrir. Decreta la Casa del Pueblo un paro forzoso sin otros miramientos que las particulares conveniencias de sus santones; y el efecto ha de reflejarse instantáneamente en su hogar, y cuanto más duradero sea el paro, más intensas y acerbas las consecuencias.

Los daños de un mes sin trabajo y sin jornal, no se compensan con el aumento de las soldadas, caso de que tal haya sido el fin de la huelga y ese su éxito; si a la huelga sigue el despido, entonce la desgracia del obrero y de su casa es completa, sin hablar de la deshonra, encarcelamiento o muerte que suelen acontecer cuando la resistencia se traduce en formas violentas. En cualquiera de estos casos, todo estos males vienen a herir la primera y con más fuerza a la mujer. Mientras el marido va ahogar sus remordimientos, si los tiene, y a avivar sus rebeldías a la taberna o al mitin, ella queda desolada contemplando la miseria de su prole, el éxodo de todo lo que constituía su pobre ajuar hacia el Monte de Piedad, y ha de lanzarse, por último, a todas las penalidades y sacrificios en cualquier empleo u ocupación, con tal de impedir que el hambre acabe de extenuar a sus hijos.

De esto se dan ejemplos abundantísimos a causa de las huelgas. El número de mendigos aumenta de día en día, y entre ellos ha crecido el número de mujeres, que, con dos o tres pequeñuelos, salen a implorar la piedad pública de noche, habiendo ya dedicado el día a penosos trabajos.

Son éstas las mujeres de los huelguistas, que podrían disfrutar de la relativa comodidad que proporciona un jornal regular y constante, y que se  ven condenadas a una vida de estériles sacrificios y de indecibles amarguras, por el capricho despótico de los que viven de la explotación de estas miserias.

No; la mujer amante de su hogar, no quiere el socialismo ni la Casa del Pueblo, antes los aborrece profundamente …

EL ADALID nº 82

4 de abril de 1921