Mateo Riera / Jefe de Companía del Batallón Ciclista

Memoria Civil, núm. 38, Baleares, 21 septiembre 1986

Llorenç Capellà

 

"Yo soy partidario de que toda guerra debe hacerse pensando que será la última, y si se trata de una Guerra Civil, pues no le digo a usted ...!

 

El general don Mateo Riera Escandell nació en Palma en el mes de noviembre del año nueve, pero por razones dimanantes de la profesión de su padre -capitán de artillerñia- creció en diferentes ciudades de España y hasta los catorce años no volvió a Mallorca, en donde cursó el quinto y sexto curso de bachiller. Luego, de nuevo, se trasladó a la península para ingresar en la Academia Militar de Zaragoza y, más tarde, en la de Toledo. Su primer destino, ya con la graduación de teniente, fue en el Batallón de Montaña ubicado en la Seu d'Urgell, y de ahí arrancó una ascendente carrera militar que no se detendría hasta el año setenta y tres, cuando por razones de edad tuvo que dejar la milicia activa, no sin ser ascendido al grado de general hororífico.

 

Es su hoja de servicios queda constancia de dos cargps especialmente queridos por él: de profesor de la Academia Militar de Zaragoza en la inmediata postguerra y el de máximo responsable del Regimiento de Artillería Palma 47, poco antes de pasar a la situación B. Y perennemente vivos en su recuerdo subsisten dos hechos de armas en los que intervino y que, en mayor o menor grado, marcarían el rumbo político de la España que enfilaba el segundo tercio del presente siglo. me refiero a la revolución de Asturias y a la guerra civil, en la que mandó una de las compañías del Batallón Ciclista.

 

Con todo, pese al enorme caudal de recuerdos y de vivencias que atesora, la entrevista con el general Riera no ha sido fácil, pues rehúye comentar públicamente aquellos hechos de armas que permitieran al lector acusarle de un excesivo protagonismo. Sin embargo no se ha negado en ningún momento a comentar la campaña bélica del Batallón Ciclista por tierras de España, en un tono tan distendido como cordial.

 

 

- General, ¿por qué se llamó ciclista aquel Batallón?

 

- Hombre, porque todos sus componentes tenían que saber montar en bicicleta. Mire usted. era muy efectivo un Batallón de estas características, porque podía avanzar cuarenta o cincuenta quilómetros con suma facilidad.

 

- ¿Y cada soldado tenía su bicicleta?

 

- Pues claro: cada soldado su bicicleta y cada oficial su moto. Le voy a contar una anécdota: yo apenas sabia montar sobre dos ruedas y, el primer día de instrucción, en S'Arenal, a punto estuve de caerme de bruces delante de la tropa.

 

- Pero, ¿aprendió?

 

- Uf, y claro que aprendí.

 

. ¿Cuántos hombres componían el Batallón?

 

- Unos setecientos, a los que hay que añadir unos veinticinco oficiales al mando del comandante Arnica. Y de capellán nos acompañaba don Ernesto Mateu, un hombre todo humanidad.

 

- ¿Cuándo embarcaron, general?

 

- El dos de julio del treinta y siete. Era media tarde. Recuerdo que nuestro barco iba escoltado por dos barcos de guerra y, al poco de abandonar el puerto de Palma, nos interceptó un buque inglés del control internacional. Sus oficiales subieron a bordo y, naturalmente, comprobaron que no contravertíamos ninguna norma. Cuando ya se retiraban, uno de ellos nos advirtió de que llevásemos cuidado, porque la flota roja acababa de salir de Cartagena.

 

. Pues les salvó de un buen meneo.

 

- No lo dude. Enfilamos rumbo a las costas argelinas y así, bordeándolas, llegamos a Cádiz.

 

- Oiga, ¿y usted por qué se alistó en esta expedición? La guerra, en Mallorca, ya había concluido con la retirada de Bayo.

 

- Mire. a mi me ardía la sangre al comprobar que mis compañeros luchaban, y, a veces morían, por salvar a España, mientras yo me estaba tan feliz en la retaguardia.

 

- Ya.

 

- Así que alistándome, sólo fui fiel a mi conciencia.

 

- Dígame, general: ¿el dieciocho de julio se hallaba en Mallorca?

 

- Puede decirse que acababa de llegar. Procedía de Barcelona en donde ostentaba el grado de teniente en la Guardia de Seguridad y Asalto. Aquí, en Palma, también me incorporé al mismo Cuerpo.

 

- ¿Y estaba enterado de la gestación del alzamiento?

 

- Pues sí. Mantuve contactos con Goded y le garanticé la fidelidad de mis guardias.

 

- ¿Tan seguro estaba de ellos?

 

- Sí, porque en caso de haber algún que otro disidente se le detenía y en paz. Mire usted, los militares veíamos que la patria se hundía y no podíamos admitir en el ejército actitudes tibias. Los alborotos callejeros eran enormes. Si un hombre salía a la calle con corbata se exponía a ser insultado. Si una mujer portaba una cadenita con un crucifijo, también. Créame, la calle era un caos.

 

- ¿Quiere decir que se había resquebrajado el orden público?

 

- Quiero decir que España estaba en peligro y que los militares nos impusimos el deber de salvarla. Pero nosotros, los militares, no éramos políticos. Nosotros no sabíamos nada de política.

 

- Bien general. Antes de este inciso, dejamos el Batallón Ciclista rumbo a Cádiz.

 

- Efectivamente. Y llegamos a Cádiz sin novedad. Luego nos fuimos en tren hasta Cáceres y desde allí a Sigüenza. Durante un tiempo mi compañía estuvo de reserva de una Bandera de Falange gallega que ya estaba combatiendo.

 

- ¿Se acuerda de la primera baja que tuvieron?

 

- Se produjo en Tajuña, pero ya no me acuerdo del nombre del chiquito muerto. Allí habia una carretera que hacía de frente discontinuo y cada noche los rojos instalaban bombas en las cunetas. Instalaban una en cada cuneta y ambas estaban unidas por un alambre muy fino. Así, cuando tropezabas con él, pues ya se puede imaginar usted lo que pasaba ...!

 

- Sí, si, me lo imagino.

 

-Nosotros nos encargábamos de desactivarlas y este soldadito, pues, qué quiere que le diga, no tuvo suerte. Mandaba la patrulla el alférez Borrás y la onda expansiva le lanzó a más de veinte metros.

 

- ¿Cómo se comportaba el soldado mallorquín en el frente?

 

- Al principio con una cierta tibieza, pero luego supo reaccionar, Cualquier soldado, sea cual sea su nacionalidad, cuando comprueba que sus combates se cuentan por victorias adquiere una seguridad enorme en sus posibilidades, El soldado mallorquín, por lo tanto, no fue insensible a esta motivación.

 

- ¿Tuvo, además, otras?

 

- Naturalmente. Admito que al principio del alzamiento los soldados estuvieran ignorantes de lo que se dilucidaba en España, pero pronto lo comprendieron. La guerras nos importaba a todos. Mi asistente, que fue un excelente muchacho llamdo Pedro Fiol, me enseñó una glosa que le había enviado su madre, la entendí sin ningún problema.

 

- Yo reproduciré alguna estrofa, general. "Pere si vas a combat / procura defensar-te / Si Espanya pots alliberar / i al comunisme guanyar / més prest haurem acabat / d'estar-ne tan mal a ple"

 

- Exacto, exacto, así es.

 

- Y dígame, ?cuál era la mejor cualidad del mallorquín como soldado?

 

- Su docilidad al mando. No creaba ningún tipo de problemas ni en el frente ni en los pueblos por donde pasaba. Los nuestros eran soldados pacíficos, educados. Ahora bien, en los pueblos siempre se encontraban con alguna chiquita, no crea usted que fueran santones, y jugando a las cartas ... Bueno, jugando a las cartas, qué le voy a decir a usted ... Siempre ganaban. Incluso una vez que acampamos junto a un Batallón de legionarios, yo me decía hoy van a perder hasta los calzones. Pues bien, qué se cree usted eso! Con las cartas en la mano eran invencibles.

 

- Con las cartas, ¿verdad? ¿Y con el fusil que tal se les daba el jornal?

 

- Pues qué quiere que le diga. Se les daba bien. De hecho no nos dieron ningún palizón, tal vez porque, seamos francos, no actuábamos como fuerza de choque, sino que normalmente íbamos cubriendo los frentes que nuestras avanzadas hacían abandonar a los rojos. Sin embargo, en cierta ocasión, cerca de Teruel, estuvieron a punto de vapulearnos ... Quiere que se lo cuente?

 

- Claro.

 

. Pues mire usted: Cubríamos la carretera y recibimos orden de no fiarnos de nadie ni de permitir la circulación de ningún vehículo que no estuviera debidamente acreditado. Y así lo hiciemos, aunque yo no comprendía a qué se debían tantas medidas de seguridad en una línea aparentemente tranquila. Pero, vaya, un militar no discute las ordenes de sus superiores y cumplimos nuestra misión al pie de la letra: coche que pasaba, coche que encañonábamos.

 

- ¿Fue cruel la guerra, general?

 

- Para nosotros no. No nos vimos obligados a realizar ninguna matanza y tampoco nos machacaron en exceso. Pero le decía ...

 

- Sí, hombre, siga.

 

- Le decía que el frente estaba tranquilo como una balsa de aceite. Sin embargo la mañana del quince de marzo nos rebasó nuestra flota aérea y pegó un bombardeo, al otro lado de las colinas, que debió arrasarlo todo. Nosotros la mirábamos hacer, estupefactos. Pero a quién masacran, santo cielo, nos preguntábamos. Luego lo supimos: a un palmo de nuestras narices se había concentrado toda una División roja dispuesta a avanzar por el espacio que defendía nuestra compañía

 

 

El general Mateo Riera (Foto:: Ramon Rabal)

 

- De hacerlo, les hubieran arrasado.

 

- Usted dirá, si éramos setenta u ochenta!

 

- Con franqueza general, ¿cómo se trataba a los prisioneros en el frente?

 

- Ellos, los rojos, no lo sé. Nosotros, con toda decencia. Incluso comían de nuestro rancho. Luego les pasábamos a la retaguardia. Mire usted, los militares hacíamos la guerra y no nos preocupábamos de otra cosa que no fuera consolidar y mejorar nuestras posiciones. Menuda broma nos hubiera gastado el general Rojo a poco que nos hubiéramos descuidado!

 

- Rojo se mantuvo fiel a la República.

 

- Sí, y usted sabe que era hombre de comunión, de buena familia ...? Yo aún no me explico porqué se quedó con ellos, con los rojos, pero sí puedo  decirle que le tuve de profesor en la Academia de Toledo y que era un estratega extraordinario.

 

- ¿Aprendió de él?

 

- Aprerndí de todos los que quisieron enseñarme. Yo pertenezco a la primera promoción que cogió el general Franco como director de la Academia de Zaragoza y allí, los alumnos, comprendimos la necesidad de la disciplina en todos los aspectos y situaciones de la vida.

 

- Franco tenía fama de duro.

 

 

- Y lo fue. Nuestra estancia en la Academia fue durísima, pero los oficiales que logramos acabar la carrera, estábamos preparados, tanto física como moralmente, para superar cualquier contratiempo.

 

- Y los planes de estudio, general, ¿también eran duros?

 

- No, podíamos superarlos sin gran esfuerzo, porque se nos daban los temas muy esquematizados. Es que por las noches, se lo aseguro, a la hora de estudiar, teníamos el cuerpo molido. Nos daban cada marcha ...!

 

- Bueno, no le fue todo mal entrenar el cuerpo para el ajetreo que tendría que soportar años después. Ustedes, los del Batallón Ciclista, atravesaron media España.

 

- Bien puede usted decirlo. Estuvismo en Algora, en Almadena, en Olmedo, en Almazán y, en fin, por toda la zona de Soria. Luego nos trasladamos al Ebro, entramos en Tarragona, en Bot, en Tortosa. Y ¿qué le voy a decir a usted ...? Acabamos en Madrid.

 

- Aclarémonos. ¿En un principio, se movieron preferentemente por tierras de Extremadura y Guadalajara?

 

- Sí, así es, Cubríamos buena parte de los pueblecitos de estas zonas y le aseguro a usted que eran unos pueblecitos miserables. Me ha quedado grabada en la memoria la imgen de nuestros hombres lavándose en un río en pleno invierno y la cara de estupor que ponían los lugareños al verles. Ellos, fíjese, que no debían enjabonarse más que por San Pedro ...!

 

- Sin embargo, general, a partir del marzo del trenta y ocho su Batallón ya se encuentra en el Ebro, ¿se acuerda?

 

- Como no voy a acordarme si allí me hirieron. Bueno, me hirieron a mí y mataron al comandante Arnica, aunque todo esto no tiene importancia. En la guerra, el dolor personal queda mitigado por éxitos colectivos.

 

- ¿Dónde le dieron?

 

- En el vientre, pero ya le digo, qué importancia tiene mi herida, hombre? Cerca de Guadalope cayó, a mi lado, un pobre sargento con un tiro en la cabeza. Y aun chiquito, que era carnicero, le abrieron el pecho con una ráfaga de ametralladora, En la guerra no sólo se vence o se pierde, sino que también se muere. Y esto lo sabemos los soldados. En el paso del Ebro presencié la batalla aérea más sangrienta que darse pueda. Los aviones, de uno y otro bando, se estrellaban en tierra de nadie y los soldados contemplábamos, sobrecogidos, sabiendo que a la orden de avance nos tocaría a nosotros superar aquella barrera de fuego.

 

- Usted no la superó.

 

- Y, aún así, me considero afortunado porque puedo contárselo. AL comandante Arnica le dieron como a mí, en el vientre. Mire usted, hay escenas patéticas en la guerra que yo no contaría, pero usted casi me obliga a contárselas. En la ambulancia que nos trasportaba a la enfermería ibamos, heridos, el comandante, un soldadito y yo, y oíamos al chófer gritando por la ventanilla: "Abrid paso, abrid paso que el comandante se nos muere- I "Y él, con gran serenidad, me repetía: "le oyes, le oyes?"

 

- Y del soldadito, ¿qué se hizo?

 

- También se murió Pobre chico. !Mi capitán, estic cuit¡ Y yo le animaba: "Chiquito, que esto no es nada¡ Y se murió. Ya ve, estaba "cuit".

 

- La desgracia, cuando es colectiva vuelve estóico al individuo, general?

 

- Bueno, no sé que decirle. Puede que ayude, ¿verdad? Es indudable que el hecho de presenciar la desgracia de los otros te da fuerzas para superar la propia. Pero, sin embargo, tiene que haber otros factores que propicien el estoicismo. Tal vez la moral de victoria, la fe en los ideales ... Mire usted, en el tren ambulancia que nos trasportaba a Zaragoza, íbamos hacinados moros, italianos, rojos y soldados nacionales. Pues bien, ¿me creerá usted si le digo que los únicos que gemían eran los rojos? Todos aguantábamos nuestro dolor y, en cambio, ellos no. Y, créame, a esto se lo digo desapasionadamente, porque nunca he hecho leña del árbol caído. Pero es así, créame: ellos gemían y los nuestros no.

 

- General, ¿cuándo se reincorporó a su compañía?

 

- El catorce de mayo, pero, oiga usted, antes estuve un mes de permiso en Mallorca y pese a que estaba herido, fui feliz. Me casé, y mi esposa y yo recorrímos toda la isla en viaje de luna de miel. Recuerdo aquellos hoteles, grandes y vacíos. ¿"Que desean que les hagamos mañana para comer? -nos interrogaba el maitre" Están ustedes solos, pueden escoger".

 

- ¿Se olvidó usted de la guerra?

 

- No, ¿cómo iba a olvidarla? Llevaba una herida fresca en el cuerpo y el recuerdo de casi un año de combates. Cuando me incorporé, salimos hacia Bot y Tortosa. Avanzábamos. Nuestros ejércitos casi siempre avanzaban y ello hacía más llevaderas las penalidades. Qué las tuvimos que superar aún, créame.

 

- ¿Por ejemplo ...?

 

- En Nules. Allí el Ejército de Levante intentó romper el cerco por donde estábamos nosotros y consiguió abrir un boquete enorme en las trincheras, de tal guisa que durante algunos días ya casi no sabías contra quién disparabas ni si estabas en la retaguardia o en las líneas de vanguardia. Cada vez que tenía que acudir al teléfono para informar a mis superiores, me enviaban una ensalada de balas que no te digo ...! Aquello de Nules fue un infierno, pero conseguimos superarlo y, además, con pocas bajas.

 

-¿Cuántas?

 

- En mi compañía, tres o cuatro a lo sumo. En realidad he de reconocer que tuvimos suerte, mucha suerte, porque la guerra, incluso cuando daba sus últimos coletazos, fue extremadamente dura. Cuando llegamos a Port Bou los vagones repletos de víveres obstruían el túnel y, en la misma frontera, yacían catorce o quince hombres fusilados. Yo se los enseñé a un grupo de oficiales franceses. Les dije: "¿Miren ustedes estos cadáveres, les parece propio de seres humanos matar por matar, ahora que ya tienen la guerra perdida?" Luego me dijeron que entre las víctimas estaba el obispo de Teruel.

 

- De acuerdo, general. Con la caída de Catalunya, la guerra, para unos, ya estaba perdida. ¿Cayeron ustedes, los del Batallón Ciclista, sobre Madrid?

 

- Claro: Entramos en Madrid vencedores, póngalo usted. Para sus componentes allí se acabó la guerra y para mí duraría un poco más, pues me incorporé al Batallón de Melilla en su marcha sobre Cartagena. Pero, de hecho, en Madrid, se acabó todo. Celebramos una misa de campaña y leímos el último parte de guerra. Luego dimos, emocionados, el viva España. Se había acabado todo, sí.

 

- ¿Absolutamente todo, general?

 

- Empezaba la paz y teníamos que olvidar los rencores. Yo soy partidario de que toda guerra debe hacerse pensando que será la últinma y si se trata de una guerra civil, pues no le digo a usted ...!