TEMPLOS NUEVOS

Dos manos enlazadas sustituyen al blasón de los Frías. Por bajo de ellas se entra, como por dinteles de amor, en la Casa del Pueblo.

Fiesta mayor fue para mi espíritu el paseo por aquellos salones de paredes blancas, de puertas y techos decorados con atributos de este o el otro oficio. Era el caer de la tarde. Los resplandores del crepúsculo vespertino tornábanse aurora al besar las cristalerías del edificio. Allí, como en un templo, comulgarán los trabajadores en la religión nueva. De aquel templo, de otros a él semejante, saldrán las cruzadas, no para reconquistar el sepulcro de un apóstol que puso la felicidad humana en el cielo, sino para conseguir la felicitad de todos los hombres encima de la tierra.

Orgullosamente me codeé con los obreros; feliz era a cada apretón de sus manos, deformadas por la herramienta; a cada saludo de los tercos y generosos luchadores que me enseñaban su domicilio es espiritual.

Libro abierto es. En él pueden los jóvenes leer capítulos de energía y constancia, luchas homéricas –no siempre han de ser dioses y héroes los combatientes poemáticos-; empresas a cuyo término surge triunfadora la Justicia.

En ese libro, en otros semejantes abiertos en Madrid y fuera de Madrid, a los ojos de quien sepa mirar, se verá que la vida nueva, el porvenir de las humanidades, no está sólo dentro de las Academias y Ateneos, donde se leen libros; de las torres de marfil donde se manosea el arte. Está también en los talleres, en las fábricas, en los centros de explotaciones intelectuales y manuales, donde se padece la vida y se arrostran las servidumbres del trabajo con la voluntad puesta en la redención.

Si algunos intelectuales de Ateneos y Academias, que sólo saben del avance social por lo que leen en libros y revistas, sin descender hasta la realidad y vivirla y tocarla, hubieran visitado la Casa del Pueblo, habrían sentido, como deben sentirse para apreciarlos, cuerpo a cuerpo, carne a carne, los latidos del mundo en formación.

Hubieran visto que mientras ellos pierden su tiempo en discusiones y lecturas, y ruedan de biblioteca a biblioteca, de Diccionario a Diccionario, dispersos e inútiles, el pueblo, ese pueblo cuyas pasiones y luchas, cuando se llevan a escena o al libro, son calificadas de melodrama o de folletín, se une, se cuenta, se fortalece con la propaganda, se dignifica con la instrucción y se dispone a volcar con sus manos fuertes el solar burgués y egoísta que sostiene las torres de marfil y las enmiendas pandilleras.

A otro mundo vamos, donde el trabajo será fiesta, la justicia ley y el amor religión. Torpe quien no lo vea; ruin y miserable quien, viéndolo, no acuda a su conquista con las armas de que disponga.

Y, para acudir, no hay que hacerlo en clase de aficionado tornadizo; hay que hacerlo total, sinceramente, arriesgando en la pelea cuanto sea preciso; sin ver lo que pierde uno, pensando en lo que ganarán los otros.

Asqueado por espectáculos que sobreponen el interés y la vanidad personal a todo interés grande, visité la Casa del Pueblo. En ella vi el resumen, la cristalización de cientos y cientos de esfuerzos personales ofrecidos al interés común.

Fue recogimiento religioso el que sintió mi espíritu entre aquellas paredes blancas, bajo aquellas techumbres decoradas con los atributos de éste o del otro oficio. Como los amantes de lo pasado se arrodillan en las catedrales frente a un Dios que santifica las desigualdades y las injusticias encima de la tierra, yo me arrodillé con el alma en aquellos salones donde se consagra el porvenir.

Manuales o intelectuales, todos los obreros que no tengan carne de esclavo, deben regocijarse ante ese edificio, levantado en Madrid por el pueblo.

Nada importan ahora las diferencias que separen a los obreros en el viaje del porvenir; al término del viaje se confundirán. Ese edificio, otro cualquiera similar, es un ensanche de horizonte. Por sus ventanas se ve más cerca la Jerusalén del trabajo.

Por sus ventanas entraron durante mi visita los resplandores del crepúsculo. Indecisa y trémula era su luz, que al besar la cristalería tomaba apariencia de aurora.

Entre el grupo de trabajadores que me acompañó hasta la puerta, había dos mozuelos. En los quince años frisarían.

Acaso ellos gocen la lumbre meridiana que ese alborear profetiza; acaso la disfruten en un templo más ancho, donde sean hostia de amor las dos manos enlazadas que ahora campean en la Casa del Pueblo.

Joaquin Dicenta

EL OBRERO BALEAR

Núm. 369, 2 de enero 1909

 

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