Por ser oportuno y de tan maestra pluma
reproducimos este hermoso trabajo leído en el
mitin organizado por la Agrupación socialista
madrileña.
A la mayor parte de los periódicos madrileños,
lo mismo que al Gobierno, la huelga general del
18 de diciembre les ha cogido por sorpresa. No
les ha sorprendido, claro es, el acontecimiento,
que se venía anunciando de mucho tiempo atrás.
La sorpresa ha sido más bien intelectual. No han
sabido explicársela, no han comprendido su
propósito ni han estado seguros, por lo tanto,
de calificarla de éxito o fracaso. Algunos –el
Gobierno entre ellos- la calificaron de derrota
obrera, primero; los mismos declararon el día
siguiente que era la mayor huelga que se conocía
en España y una gran victoria para los
trabajadores. Otros vieron en ella, aunque a
disgusto, un signo de europeización, una prueba
de que España abría, por fin, sus puertas a los
vientos de fuera, si bien en este caso de
trataba de malos vientos. Muchos han reaccionado
ante la huelga general como si, más que
habitantes de este planeta y de Europa, fueran
criaturas caídas, de pronto, de Sirio. Es
lamentable tanto desconocimiento de este
profundo fenómeno social, porque lo mismo la
ligereza de los que lo juzgan cosa baladí, como
el terror de los que ven en él un anuncio de
catástrofe cósmicas, distraen la atención
pública y gubernativa del mal de que es claro
síntoma, y aconsejan remedios –la violencia
suele ser el más socorrido- que guardan la misma
congruencia curativa que un emético para el
reuma.
¿Pero es tan insólita e inaudita una huelga que
no puedan saber los gobernantes y los periódicos
a qué especie pertenece y la actitud que, en
consecuencia, debe tomarse? La huelga es
probablemente tan vieja como el hombre. Las
pirámides egipcias y las construcciones
medievales presenciaron, desde luego, más de
una. La huelga es una de las formas de protesta
del espíritu de renovación que duerme en la
entraña de toda sociedad humana. Naturalmente,
cuanto más clara la conciencia del hombre en sus
relaciones con los demás hombres, mayor ha de
ser su agitación social. Por esto, la época
contemporánea es la época de las huelgas
gigantescas. Comienzan con el movimiento
cartista en 1842. Todavía en aquel tiempo la
huelga estalla como un fenómeno elemental, sin
una organización que lo encauce, sin una
finalidad concreta que lo oriente. Luego hay una
gran pausa. La clase obrera parece escarmentada
por los exiguos resultados del cartismo, que ha
ejercido una fecundísima influencia sobre el
movimiento social contemporáneo; pero que
entonces tuvo a los ojos de todo el mundo las
trazas de un fracaso. Esta es una de las
tragedias del hombre social: no puede juzgar de
los hechos más que por sus frutos inmediatos, y
se desespera al ver que no son tan grandiosos
como él imaginaba; le está vedado prever toda la
rica cosecha que darán sus actos en el porvenir.
También ahora hemos oído preguntarse a muchos
obreros: “Y bien, ¿qué hemos ganado con esta
huelga? Ninguna gran batalla se gana en el
momento de reñirse. Las grandes victorias
fructifican siempre en el futuro, a veces
lejano, cuando quizá ya han muerto de melancolía
los triunfadores. ¿Quién le hubiera dicho a
Napoleón que en Torres Vedras había recibido su
poderío un golpe de muerte?
Después del cartismo, la clase obrera archiva
por un tiempo la idea de la huelga general;
pero, en cambio, la ideología anarquista
comienza a ver en ella el punto de apoyo que
pedía Arquímedes para mover el mundo, el
vehículo necesario para llegar al reino de la
utopía. Al descubrir la fuerza social de la
huelga, se la exageró fantásticamente, creyendo
que bastaba para revolucionar el mundo de la
noche a la mañana. Sería suficiente que un día
se cruzaran de brazos todos los trabajadores de
la tierra para apoderarse automáticamente, sin
ningún esfuerzo, del Gobierno de todos los
pueblos. Se hicieron algunos curiosos ensayos.
El de España, en 1873, organizado por
aliancistas o prosélitos de
Bakunin
, fue uno de los más interesantes y de los
desastrosos. La
“Memoria sobre el levantamiento de España en el
verano de
Después de estas ambiciosos y frustradas
tentativas, la idea de la huelga general perdió
su crédito durante algunos años y la clase
obrera hubo de conformarse con las huelgas
parciales de finalidad puramente económica. En
rigor económicas son casi todas las huelgas.
Pero algunas pueden transformarse en políticas,
por su extensión, aunque el fin se siempre
económico. Una huelga en los ferrocarriles de un
país puede no pretender más que un aumento de
jornal o una disminución de jornada. Sin
embargo, si entorpece o paraliza la vida
nacional de tal suerte que su prolongación sea
un peligro para la sociedad entera, puede verse
obligado el Estado a intervenir y compelar a una
de las partes o a ambas partes a una
transacción. En este caso la huelga económica se
transforma en política. Tal es lo acontecido en
la huelga ferroviaria del pasado verano. Pero
también hay huelgas puramente políticas. Las que
hubo en Bélgica en 1892, en 1902 y en 1912
fueron puramente políticas: no tenían otro fin
que la reforma electoral. A su vez una huelga
política se subdivide en dos variedades: la
huelga compulsiva, como las mencionadas de
Bélgica, y la huelga de protesta o
manifestación, que generalmente se organiza por
tiempo limitado, de ordinario por un día, rara
vez más de tres. Tal es el caso de la huelga del
día 18.
En suma, las huelgas pueden clasificarse en las
especies y subespecies siguientes: primero, la
huelga puramente económica entre el proletariado
de una fábrica y sus obreros o entre una
industria local y una Sociedad obrera, sin que
sus efectos alcances vitalmente al resto de la
comunidad; segundo, la huelga económica que por
su extensión o duración afecta a toda la vida
nacional y obliga al Estado a intervenir, con lo
cual se convierte en política; tercero, la
huelga puramente política en pro de una reforma
o contra un abuso del Gobierno, la cual se
subdivide en compulsiva (duración indefinida) y
en manifestante (tiempo limitado). Un Gobierno
que no quiera obrar a ciegas, como caballo loco
es una cacharrería, debe saber exactamente la
naturaleza de cualquier huelga que se le
presente, para no incurrir en errores de
tratamiento ni usar de la violencia donde muchas
veces bastaría un poco de suavidad y de razón.
Esto en cuanto a los gobernantes.
Ahora bien, ¿sirve de algo la huelga general? La
utilidad de esta poderosa arma variará,
naturalmente, según sus fines, las
circunstancias en que se recurre a ella y el
país donde estalle. ¿Hubiera podido evitar la
guerra europea? Gran lástima que no se pusiera a
prueba su eficacia en tan terrible ocasión. Pero
aquí sólo queremos examinar su validez dentro de
un país. Si se examinan los ensayos hechos hasta
ahora en Bélgica, en Holanda, en Suecia, los
resultados son poco decisivos. Pero el valor de
las ideas no se juzga por su experiencia
histórica, precisamente porque todo progreso es
siempre una experiencia nueva y distinta de
todas las anteriores. De la huelga general puede
decirse que aun está por ensayarse plenamente;
lo que hasta ahora se ha hecho son simples
tanteos; sólo cuando la clase obrera esté
completamente y tenga clara y firme conciencia
de su fuerza y de sus derechos podrá verse si la
huelga general es un mito que hay que abandonar
definitivamente o una positiva estrategia social
de supremo poder.
¿Quiere esto decir que los pueblos poco
industrializados, esto es, los pueblos donde la
clase trabajadora no ha adquirido aún plena
conciencia de liberación y donde está
rudimentariamente organizada, no son aptos para
servirse de la huelga general como arma
política?
Karl
Kautsky , en un trabajo que escribió hace
más de diez años sobre la huelga general, dice,
refiriéndose a Rusia, que precisamente el atraso
económico de este país permite a su clase obrera
defender los intereses generales de la nación en
coincidencia con los suyos particulares. En
todas partes, si se examina a fondo el problema,
los intereses de la clase obrera coinciden con
los de todas las demás clases, sobre todo con
los de la media inferior. Pero en todos los
países muy industrializados esta comunidad de
intereses es menos visible; más bien parece en
ocasiones que los separa un antagonismo
irreductible. Por esta razón, en las naciones de
gran desarrollo económico, donde existe una
clase obrera bien despierta y organizada, los
hechos sociales, especialmente las huelgas,
toman el carácter de una pugna de los
trabajadores contra el resto de la sociedad. En
cambio, en los poco industrializados, las
organizaciones obreras pueden ser el órgano que
vele y combata por la mayor parte de la nación
contra las oligarquías dominantes. Lo que dice
Kautsky
de Rusia es aplicable a España.
Así se explica el éxito de la última huelga
general. Burlada por un Gobierno entregado a la
plutocracia y por un Parlamento distraído en
estériles discusiones, la nación española, sobre
todo el comercio pequeño, vio que la clase
obrera, al ir a la huelga, asumía la defensa de
los intereses comunes de todos. Y lo que acaso
faltó en organización y conciencia de clase
quedó suplido por la simpatía y comunidad
económica del resto de la nación. Esta es la
fuerza de la clase obrera española: que en sus
luchas y propósitos coincide con el interés
colectivo de España. En este sentido, la última
huelga ha sido una profunda revelación. En ella
se ha visto que de una lado están el Gobierno y
los que con él sirven a la plutocracia reinante,
y de otro lado, el resto del pueblo, obreros y
empleados, comerciantes y pequeños industriales.
La acción política, tal como actualmente es
posible, no puede conducirnos muy lejos; estamos
por decir que el Parlamento es algo así como un
callejón sin salida. No puede negarse de él;
pero sería insensato no suplementar la acción
dentro de él con la lucha en la calle. Desde
este punto de vista, la huelga general del día
Núm. 779, 6 de enero de 1917
|