Todo empezó el veintiuno Memoria Civil, núm. 13, Baleares, 30 marzo 1986 Llorenç Capellà La imparable maquina represiva El veintiuno de julio del trenta y seis, a las cuatro de la tarde, Francisco González se estaba balanceando en una mecedora, junto al balcón que daba a la calle Fornaris, con un libro entre las manos. Un libro: tal vez un libro sobre Juanita Calamidad o Billy el Niño, aventureros simpáticos aue donde ponían el ojo dejaban la bala. Pues bien: a las cuatro y cinco ya estaba el hombrecido -ya que hombrecito es quien cuenta dieciséis años. sentenciado. El flasch de su muerte puede contarse sin necesidad de recuperar el aliento, como si fuera un corrido. Estaba el niño González meciéndose, absorto en la historia que tenía entre las manos, cuando en la calle frenaron dos coches y de ellos se bajaron un grupo de milicianos. Empuñaban fusiles y cantaban. Iban de chanza, en busca de la guerra. Francisco González -tal vez asustado, tal vez molesto por el griterío- se levantó bruscamente y pretendió cerrar las persianas. Nunca la hubiera hecho, pues debieron tomarle por un francotirador y le abatieron como palomo en vuelo. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Los milicianos -poco acostumbrados a la honda tragedia de la muerte, aún- subiéronse a los coches y abandonaron el lugar, camino de Palma. Y un vecino del herido, Jaume Pujol, le cogió en brazos y salió corriendo hacia la carretera de Manacor. Les recogió el autocar que cubría el servicio de pasajeros entre San Jordi y Palma y el chofer les dejó en la Casa de Socorro, en donde Francisco entró chorreando sangre y con la mirada extraviada. Murió sobre la camilla de urgencias a causa de una excesiva ingestión de plomo: tres balas llevaba alojadas en el pecho y dos en la cabeza. Sin duda fue la de Francisco la primera muerte -la más absurda y gratuita- de un rosario de muertes absurdas y gratuitas que incluso escandalizarían a un hombre como George Bernanos, que meses atrás había abierto las puertas de su casa de El Terreno, a quienes conspiraban contra la República. Por aquel entonces Bernanos pretendía ignorar que tanto las revoluciones como las involuciones políticas sulen cobrarse un generoso tributo de sangre. Las fosas de Los grandes cementerios bajo la luna se llenaron de cadáveres a partir de aquel dieciocho de julio, pero se empezaron a cavar antes, mucho antes, cuando la trama civil que iba cuajándose lentamente, envolvía la violencia que se avecinaba con más o menos vagas justificaciones ideológicas. La noche del cinco al seis de agosto un grupo de milicianos dieron muerte en el Coll de Sa Creu a Ateu Martí. Quizás fuera la primera víctima de la represión. Este hombre, colorista, imaginativo, y, por tanto, provocador, había escandalizado a las clases sociales intelectualmente más conservadoras, desde las páginas de su semanario La Sotana Roja o tomando decisiones tan pintorescas como puede ser la de suprimir de su nombre de pila la M de Mateu, para quedarse en Ateu. Perteneció al Partido Comunista, pero, básicamente, era un anticlerical, que anunció a bombo y platillo su viaje a Rusia para documentarse sobre el funcionamiento de la Liga Atea, En cierto modo libertartario y siempre vital y colorista, este ex-sargento de infantería disfrutaba de aguijonear con su ocurrencias tanto al poder moral como al poder político de la época, y alcanzó la cúspide del escándalo cuando organizó un homenage a Margalidad Tarongí, asesinada por la Inquisición. Así que este hombre de mediana edad con alma de bohemio y con planteamientos ideológicos no por esquemáticos menos firmes, se encontró con que había muchas personas apuntándole. Unos le acusaron de ser agente de Moscú. Otras -y lo escribo porque comúnmente ha recogido este testimonio- de ser un monstruo
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De hecho la mojigatería social justificó un crimen que, por lo demás, procuró silenciarse. Y es que en aquellos últimos días de julio y primeros de agosto, las pistolas aún se avegozaban de ladrar. La muerte aún era la Muerte, con mayúscula. Luego vendría el Conde Rossi y otorgaría al matador rango de héroe Comunisti fusilati. Por un tiempo las cunetas de las carreteras, las paredes de los cementerios, fueron mudos testimonios del terror, desencadenado, básicamente, a partir del desembarco en Porto Cristo de las tropas comandadas por el capitán Bayo. A principios de agosto, una muerte violenta -descontando por supuesto la de Ateu Martí, porque su sangre acusaba la procedencia social de sus posibles asesinos - hallaba eco en la presa de la época. Por ejemplo: el nueve de agosto se encontró en el castillo de Bellver el cuerpo de un hombre asesinado. Según la gacetilla vestía camisa blanca y pantalones de lista. Usaba alpargatas catalanas y sombrero. Al día siguiente se le identificó. Se trataba de Bartomeu Mora, de cincuenta y cuatro años, domiciliado en la calle José Villalonga de El Terreno, y zapatero de profesión. Vaya usted a saber por qué le acribillaron el pecho. Lo cierto es que su muerte -tal vez sea la única, a parte de las que se produjeron previa sentencia de un Consejo de Guerra- mereció la atención de la prensa escrita, quizás porque en aquellos días predominaba, a todos los niveles, la confusión. El propio Bernanos dejaba lucir a su hijo Yves -un adolescente de mirada encendida- la pistola al cinto. Y en los corrillos de milicianos se hablaba más de morir por la patria que de matar por ella. Eso sí, los prisioneros ya se hacinaban en las bodegas del Jaime I, anclado en el puerto de Palma y estaba abriendo las puertas de Palma y se estaban abriendo las puertas del recinto de Bellver de Can Mir y de la cárcel provincial. Cuando empezaron las sacas, el director de Can Mir, Antonio Cañellas, fue el primer sorprendido y protestó enérgicamente ante sus superiores. Al poco tiempo dejó el cargo y, al parecer, acabó ante los tribunales acusado de supuestas veleidades izquierdistas. Y es que por entonces, la máquina de la represión -que se había puesto en marcha cuando las pistolas buscaron el blanco de un adolescente del todo ajeno al litigio entre tirios y troyanos- ya era imparable.
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