Ramon Corredor, cochero de pompas fúnebres del Ayuntamiento de Palma Memoria Civil, núm. 32, Baleares, 10 agosto 1986 Llorenç Capellà Un espectador de excepción de la represión / Entrevista
COCHERO DE POMPAS FÚNEBRES DEL AYUNTAMIENTO DE PALMA - Don Ramón, al cabo de tanto tiempo, usted ya es un mallorquín más. - Casi. Me casé, aquí, el treinta y cuatro y mis hijos ya son mallorquines. ¿Sabe usted? Yo entiendo perfectamente su idioma, pero si lo hablara al igual se me trabaría la lengua.
- A mí, don Ramón, se me hubiera trabajo con realizar un solo día su oficio. - Pues le advierto que todo es acostumbrarse. Luego, al final de la vida, únicamente te acuerdas de los sucesos importantes de los grandes fastos. Yo llevé hasta la sepultura al corredor Nicolau. Y no le digo a usted el gentío que acudió a despedirle ...! Partimos de la calle Lluis Martí, y pasamos por las avenidas, calle Sindicato ... Los caballos llevaban un manto negro sobre la grupa. - ¿Y penacho? - Y penacho, sí señor. Luego también llevé a Llorenç Bisbal y, desde la calle del Moral hasta la puerta de San Antonio, apenas podíamos avanzar. Fue un buen entierro, sí señor. Sí, señor Capellà, fue un buen entierro y debió costar más de trescientas pesetas.
- De las de aquellos tiempos. - Exacto, de las de aquellos tiempos. En cambio había otros difuntos que optaban voluntariamente por ser enterrados en la mayor humildad. Mire usted, el que fuera alcalde de Palma, don José Villalonga, dejó en testamento que le enterraran sin baúl por si el suyo podía servir de última morada a alguien más pobre que él. Yo, mire usted, quise rendirle un pequeño homenaje y dí un rodeo con los caballos: le hice desfilar desde El Terreno, por la calle San Magín, por Sagrera, por Es Born y, así, hasta el cementerio. Luego, allí, hicimos un hoyo en la tierra y la le tapamos la cara con un pañuelo de estos que usamos para el moco y despacito, muy despacito, le cubrimos de tierra. - Don Ramón, qué fea es la muerte. - Pero, a veces, puede ser muy digna. Hay muertes de tal dignidad que a un hombre avezado como yo le estremecen. Mire usted, ¿se acuerda de un teniente de marina republicano que desembarcó en Pollença para parlamentar con los milicianos sublevados ...? - Claro. Era el teniente Soto Romero. - Eso es. Pues a este hombre le fusilaron en Illetes y nunca jamás me olvidaré de su muerte. Estrechó la mano a todos los mirones y luego dijo a los carabineros que se disponian a fusilarlo: "Veteranos a ver si teneis buen tino". Y él mismo dio la orden de fuego. Permanecía firmes, y cayó así, firmes. Que valiente, señor, qué valiente ...! - Con franqueza, don Ramón: antes de iniciarse el jaleo era usted de izquierdas ...! - Sí señor, y a mucho orgullo. Yo era socialista y pagaba a mi partido 1,50 al mes. Incluso llegué a ser depositario de la agrupación de Santa Catalina. - ¿Dónde se reunían? - En un local que teníamos en la calle Cotoner, esquina Murillo. Aquel era el punto de encuentro de los socialistas de El Terreno, Santa Catalina, Génova, Son Españolet, Son Roca ... - Entonces usted debió hallarse por estas carreteras de Dios con más de un compañero fusilado. - De uno me acuerdo. Era un muchacho que regentaba el kiosko del Born y le recogí en la carretera que va desde s'Esglaieta a Santa Maria, en el torrente. - Se llamaba Gabriel Sastre. - Puede ser, yo ya no lo recuerdo. Estaban hacinados en el torrente tres o cuatro cadáveres.
- ¿ Nunca temió usted por su vida? - Los primeros meses los falangistas acudieron a casa, siempre de noche, pero yo fuí más astuto que ellos y me quedaba a dormir en las caballerizas de la funeraria. Lo cierto es que tenía miedo, mucho miedo, sobre todo de un policia municipal, afiliado a Falange, y que se había enemistado conmigo por una nimiedad, Había gente de esas, que era muy echada "p'alante", ¿sabe usted? En el entierro de un falangista, que había muerto por enfermedad, no crea, este elemento se me acercó al volante y me dijo: "Ahora vas a llevar a todos los tuyos al cementerio, pero luego, ya buscaré a alguien que te lleve a tí". Yo no le respondí. Imagínese usted mi ánimo: iba conduciendo poquito a poco por la calle de Apuntadores y, a ambos lados del coche, llevaba la tira de falangistas con un cirio encendido cada uno. - Y qué puñetas hacían? - Acompañaban a su muerto, ¿no se lo he dicho ...? - Ya. Don Ramón, cuando empezó, usted, a recoger cadáveres por las cunetas? - Pues a los pocos días del pronunciamiento ya recogí uno, el Camí dels Reis. Se trataba de un hombre manco, que vendía periódicos. Nos avisaron por teléfono cerca de las dos de la madrugada. "Vayan al Camí dels Reis -nos dijeron: así nos lo dijeron- y recojan un difunto". - Y ustedes ¿no denunciaron el hecho? - ¿A quién ... ? Dígame, a quién ...? Ni nos atrevimos a hacer ningún comentario entre nosotros mismos. Estaba herido en el pecho y le dejamos en el cementerio. - ¿Así, sin más ... ? - Sí señor. Ya sabíamos que era un asesinato y nos lo callábamos. Mire usted, el miedo y el asco nos atenazaban. La noche que asesinaron a don Jaime Trián, el farmacéutico de la calle San Miguel, yo estaba durmiendo en el pajar de las caballerizas y sonó el teléfono, a las dos de la madrugada aproximadamente. Descolgué y una voz me dio: "¿Es pompas fúnebres?" Y al responderle afirmativamente, añadió: "Pues hay que recoger un cadáver que está echado en Cala Major, sobre la vía del tranvía, y hay que recogerlo antes de las seis de la mañana que es cuando pasa el primero". Así que fuimos hasta allí a las seis, con el alba. El señor Trián llevaba el forro de los bolsillos girado y la camisa desabrochada. Además iba sin cinturón. - ¿Había sido torturado? - Daba la impresión de haber peleado: la verdad, es que estaba destrozado. Pues bien, al día siguiente, otra vez por la noche, me llamó la misma voz anónima y me dijo que aquel señor había abandonado su casa llevando una sortija de enorme valor y que nosotros, los de pompas fúnebres, la teníamos. - Vaya papeleta, don Ramón, ¿Qué le respondió usted? - Saqué fuerzas de flaqueza y le dije que yo no robaba. Debieron creerme porque el sábado anterior a la muerte del señor Trián, fui a recoger cerca de la Porcíncula un cadáver de un hombre que habían cazado a tiros, entre los matorrales, como a un conejo. Por la vestimenta vi que se trataba de un obrero. Además, a unos pasos de él, encontré ka cenalleta. Una de estas cenalletas que usan para llevarse la comida de casa los albañiles o los jornaleros. -¿La recogió usted? - Claro. Contenía un paquete de cigarrillos, un encendedor de mecha y unas diecisiete o dieciocho pesetas. La entregué al Juez de instrucción, por si sus familiares la reclamaban. -¿Les avisaban, ustedes, a los familiares? -!Nunca ...¡ Nosostros no sabíamos nada ni habíamos vistos nada. Me hace gracia, ahora, cuando veo por televisión que vienen a España argentinos y chilenos pidiendo a nuestro Gobierno que les ayude a localizar a sus compatriotas desaparecidos.l A mi me hace gracia, le digo, y pena también, porque sabe usted cuántas familias españolas desconocen el paradero de sus familiares desaparecidos? - Muchas, don Ramón. Y dígame, ¿desnudaban a los cadáveres antes de enterrarlos? - Los sepultureros sí lo hacían. En el cementerio había una pila de camisas, pantalones, cintos y alpargatas. Así que cuando se presentaba alguien preguntando por un familiar desaparecido, yo le decía: mire usted, mire en el montón y tal vez reconozca la ropa. |
- Uno de los primeros asesinatos se cometió en el bosque de Bellver, ¿se acuerda? - Sí, yo recogí el cadáver. Allí volví otra vez, meses más tarde, a recoger los cadáveres de dos hombres fusilados por consejo de guerra. Les fusilaron al lado del mismo castillo, en un terreno que ahora se emplea como plaza. - ¿Cuál fue la época en la que la represión alcanzó una mayor virulencia? - Y qué le voy a decir a usted si en la carretera de Sóller hubo un tiempo en que recogíamos cada día cinco o seis cadáveres? Y otros tantos en Sa Taulera, cerca del actual campamento militar. Y, a veces, en Xorrigo. Una noche recogí seis cadáveres y uno de ellos era el de un catedrático. Llevaba el abrigo puesto, pobre hombre, y los brazos atados en la espalda con un alambre. Les descargamos en el cementerio. - Comprobaban, antes, si llevaban dinero en los bolsillos? - Ya les he dicho que no tocábamos nada. A no ser que alguno llevara algún purito que le asomara por la camisa, entonces lo cogíamos. - ¿Reconoció muchos cadáveres, así, dándole la vuelta, aunque fuera tan solo por recoger este puro aún por encender? - Pues no. Ocurría que a los palmesanos les mataban en los pueblos y la inversa: a los de pueblo les asesinaban en Palma. ¿Y sabe usted? Siempre mataban de cinco a seis. Ya que echaban el viaje, pues lo aprovechaban y llenaban el coche. - Claro, era una forma de ahorrar gasolina. - ¿Qué pena. Qué pena -¿verdad señor?- que ocurriera todo esto ...? - Dígame, ¿cuantas veces le enviaron a Illetes a recoger cadáveres? - Pues un montón. El secretario del ayuntamiento, el señor Despuig, me daba un oficio que decía a tal hora tienes que estar allí con dos o tres baúles, a muerto por baúl. Un amanecer que tenían que fusilar a ocho, me dijo que pidera prestada la camioneta de los Almacenes Roca. - Vaya viaje, don Ramón. Mejor le fuera volver con las alforjas vacías. - Ni que usted lo diga. En aquellos meses yo no comía. Sólo tomaba "la coñá" y cigarrillos fuertes. Mi mujer, al llegar a casa, me pedía: "¿Cuántos ha habido hoy?" Y yo, si eran cinco, le decía uno. Horas antes de que fusilaran a estos ocho me puse malo, medio un trastorno, créame ... Y el doctor Quadreny, al saber mi oficio, lo comprendió todo. "Hombre -me dijo- es que yo no sé como puede aguantar este trabajo? - ¿Fue usted a burcarlos, finalmente? - No, tuve la inmensa suerte de encontrarme fastidiado, porque ¿sabe usted? fue un espectáculo macabro. Mis compañeros se trasladaron a Illetes con la furgoneta del servicio de limpieza y colocaron los ocho ataúdes hacinados, cubiertos con una lona. ¿Se imagina qué viaje ...? - Sí, don Ramón, ¿cómo no voy a imaginármelo? - Pues les pasó una anécdota ... Le diré: ocurrió que el vehículo acabó el agua y en la Plaza Gomila, !plaf¡, se quedó parado. Entonces la sangre de los ajusticiados empezó a empapar la calzada, goteo a goteo, y mis compañeros andaban desesperados buscando agua en todas las casas de los alrededores. Pues nadie, sépalo usted: nadie les quiso dar un cubo para refrescar el motor y tuvo que trasladarse allí desde Palma otro coche para auxiliarles. Luego, los vecinos de la zona se hartaron de echar agua sobre la calzada ensangrentada. . ¿Y usted la comparte a la actitud de los vecinos, verdad? - Claro que la comparto, pero qué culpa teníamos nosotros si nos obligaban a realizar este trabajo? Yo siempre sentí un gran respeto por un capitán, que actualmente aún regenta una administración de lotería en la calle Brondo, que se ponía enfermo cada vez que, estando él de guardia, se tenía que ejecutar algún prisionero. "¿Ya está usted aquí otra vez? -me decía, trasmudado- qué lástima todo eso,. qué lástima ...! - No todos respondían así, don Ramón, no todos ... - Claro que no. Mire usted, los había que disfrutaban matando y a otros, la muerte, les dejaba indiferentes. Recuerdo una vez en que el Padre Atanasio acompañaba a un soldadito al que iban a fusilar. Le decía: "no te preocupes, hombre, no será nada, si esto es sólo un minuto" y el soldado no se tenía en pie: iba llorando. "En el cementerio había una pila de camisas, cintos, pantalones, alpargatas ... cuando preguntaban por un familiar desaparecido, le enseñábamos el montón para que reconociera la ropa" - Buen espectáculo, don Ramón. - Bueno no lo sé señor, pero inolvidable, puede estar seguro que lo fue. - Y dígame, ¿asistió a los fusilamientos en el cementerio? - Pues no, porque allí la fosa les pillaba cerquita. Sólo era cuestión de tumbarlos y enterrarlos: en diez minutos se acababa la historia. - Entonces, los días de ejecución en Palma usted descansaba. - Y en buena hora, porque me llamaban a todas horas. Incluso me llamaron para trasportar el cadáver de mi primo, el carabinero Palazón, recién fusilado en Illetes. Mire usted: Una mañana me iba a pie hacia el trabajo y, a la altura de la calle Monterrey, oí unos disparos. La gente se arremolinó delante de una barbería y yo, en cambio, seguí mi camino, pues me dije para mis adentros: "si en realidad han matado a un hombre van a llamarme". Y así fue, nada más llegar a pompas fúnebres ya sonó el teléfono. "Oiga, súbase hasta la calle Monterrey que hay un cadáver". - Y era, en efecto, el cadáver de un barbero, don Ramón. En vida se había llamado Antonio Adrover. - Pues a este señor Adrover le metieron cuatro o cinco tiros sobre la acera, delante de su barbería, pero los vecinos que presenciaron los hechos se quedaron mudos. Todos -¿sabe usted, señor?- todos teníamos miedo. - Pienso, don Ramón, que, a veces, a la población civil se les restregaban los muertos por la cara, precisamente para que aprendiera a tener miedo. - Es posible. Mire usted: en cierta ocasión me dijeron que me presentara a las dos del mediodía, cerca de Son Pardo, y allí me hallé una pareja de la guardia civil y un falangista que custodiaban dos cadáveres destrozados, les habían dado de culatazos ...! Aquellas cabezas forzosamente tenían que gotear y entonces, ateniéndome a que todos los bares de la carretera de Sóller estaban abarrotados de gente, obtuve permiso de los guardias para transportarlos directamente al cementerio por el Camí dels Reis, pero -!alto¡- el falangista no me lo permitió. Me dijo: "Es preferible que te vean pasar y así sabrán como las gastamos. No van a ser estos los últimos fusilados". - ¿Y quién era, don Ramón, este Capitán Trueno? - Si supiera el nombre se lo diría, ¡Sólo sé que trabajó -o aún sigue trabajando- en el ayuntamiento. - Dejémoslo, don Ramón. - Pero es que usted quiere saber estas cosas, ¿verdad? Yo las recuerdo como si las viera en el cine, fíjese usted, como si estuviera sentado en el cine mirando la pantalla. Una noche, sobre las ocho, nos telefonearon y nos ordenaron que fuésemos a Xorrigo, pues sobre unos "marjals", a mano izquierda, había un cadáver. Fuimos a la mañana siguiente, con la luz del día, y estaba tan descompuesto que tenía cuatro dedos de gusanos por todo el cuerpo. Así que con la pala que empleaba para recoger las boñigas de los caballos, le dí ocho o diez vueltas por el suelo y luego lo barría bien barridito con una rama de pino. - Sin duda que quedó de buen ver. - ¡Usted dirá, señor ...! Yo de aquella forma no podía enterrarle. Fue un día agotador éste, pues a la vuelta, cerca de Son Sant Joan, recogimos otra víctima que sobrepasaba los ciento veinte quilos ...! - ¿Tuvo usted pesadillas aquellos meses? - Muchísimas. Aún las tengo y, además, apenas me alimentaba. Fumaba y bebía. Un purito y "la coñá". Mire usted: sin estas dos cosas no hubiera aguantado la tensión. Es que no me tragaba bocado ... - ¿Cómo enterraban los cadáveres? - Como los arenques, bien colocados uno al lado de otro, y sólo con los calzoncillos puestos. Les echaban encima cal viva y un poquito de tierra y luego, otra vez a empezar la rueda. Era una acequia redonda, la fosa: la cabeza hacia fuera y los pies hacia dentro. Así les colocaban. Usted créame: el agujero debe de tener más de treinta metros de profundidad, así que hay cientos y cientos de cadáveres allí. - ¿Cuántos recogió usted, personalmente? - ¿Y qué le voy a decir ...? Cinco o seis a diario ... ¿Tres o cuatro ...? Muchos. Recogí muchos. - ¿Y qué sensación de recoger una persona del suelo, ensangrentada? - Imagínesela. ¿Por qué cree usted que me entregaba a "la coñá" ...? Se me atragantaba la comida. ¿No lo comprende usted que se me atragantaba la comida ...?
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